Por Florencia Gianitelli
El aire se espesa cuando Javier Fornas aprieta los dientes y esquiva la mirada, en ese momento su metro noventa se empieza a sentir. Es un caballero antiguo que levanta el escudo cuando ve venir la lanza: “¿Qué te quedó grabado de aquella noche?”. Baja la mirada y se detiene antes de contestar, no porque esté pensando la respuesta -para él es obvia-, necesita unos segundos para alzar la coraza. Traga saliva y replica: “Los gritos, los alaridos desesperados de la gente y el no saber exactamente qué les estaba pasando”.
La noche del 30 de diciembre de 2004, cuando tenía solamente 20 años, vio cómo una bengala transformó el techo de la disco Cromañón en una bola de fuego y cientos de los presentes se apuraron a la salida, solamente para quedar frenados en un embudo sin escape. Atrapado a seis metros de la valla que estaba en la entrada del lugar para controlar el ingreso del público, la estampida dejó a Javier trabado, inmóvil a 45 grados del piso: no había caído pero tampoco estaba de pie, apilado entre otros chicos y chicas. Y sin poder ver nada, solamente escuchando.
Hoy, en un bar de Flores a unas cuadras de su casa, se deja seducir por el aroma a café, y evita las mesas en la vereda porque afuera una pareja está fumando y le molestaba el cigarrillo. Detiene la charla cuando viene el mozo con el pedido. Se quedan hablando de fútbol. Es difícil no darse cuenta de cuáles son sus pasiones: tiene un globito colgando del cuello y la guitarra al hombro porque en un rato va a ensayar, pero antes quiere pasear a su perro.
La angustia lo incomoda y lo fastidia, pero envuelto en lo cotidiano se afloja y elige ofrendarse un poco más. Confiesa con los ojos aguados que por un tiempo los ruidos lo seguían en el silencio y cuando quería dormir. Justo antes de quebrarse, acomoda la silla y retruca: “Una semana después estaba en mi casa con la radio prendida y escucho el audio del momento en que se corta la canción y empieza el caos. ¿Qué clase de persona tenés que ser para difundir eso?”.
Ir a ver a Callejeros era para algunos lo que para otros ir a bailar siempre al mismo boliche. La mayoría se conocía entre sí, tal vez no por nombre, pero sí de ver sus caras todos los fines de semana. “En las marchas mirabas las fotos de los pibes y te dabas cuenta de eso, era durísimo”.
Pero ahí se detiene, se cansa de flaquear, no quiere mostrarse así. “Aprendí más sobre mí mismo”, dice, y suma que la vida no le cambió demasiado. Josi Carbonell, su mejor amigo, duda de ese distanciamiento: “Creo que por sobre todo quiere evitar la victimización, no le gusta hacerse ver como un pibito sin dominio sobre su propia vida que busca revancha sobre quienes no lo cuidaron”.
Lo cierto es que Javier canjeó largas horas en estudios, rodeado de consolas y micrófonos, por un full time en una constructora. Ya no graba a otras bandas, pero sí con la suya. Descubrió que le gusta más estar del lado del músico. De lunes a viernes se reparte entre la sede y las obras de la empresa que lo contrató, donde tiene a cargo la coordinación del sector Medio Ambiente y Seguridad.
Fornas descubrió que le gusta más estar “del lado del músico”. Ya no graba a otras bandas pero sigue con la suya.
El amontonamiento del subte que lo lleva al microcentro todavía lo pone nervioso, pero todas las mañanas es el medio que elige para ir a trabajar: “Me gusta probarme a mí mismo, sentir que eso no me controla”. Tiene a cargo la prevención de accidentes y la capacitación antes de los simulacros de incendio.
“Esa noche me mojé la remera y me la puse en la boca, trataba de no gritar para aguantar el aire; el médico me dijo que eso me salvó, aunque también tuve suerte”. Cuando interrumpe el día laboral de los empleados para dar lecciones sobre seguridad, muchos se aburren. “Yo prestaría más atención”, aclara mientras juega con su pelo, sin bronca pero con los aires resignados de alguien para siempre incomprendido.
“A veces veo que se generó una cuestión de víctimas y victimarios que para mí no tiene razón de ser; todos tuvimos, cada uno en su medida, algo de culpa, y yo hoy tengo otra conciencia sobre dónde estoy y qué hago”. Compensa la desconfianza en las instituciones con la seguridad en sí mismo, y con la creencia inquebrantable de que siempre hay forma de hacer una diferencia.