Ramiro De Vedia

El caso de Santiago Maldonado, el joven que desapareció luego de participar de una protesta mapuche reprimida por Gendarmería nacional en el noroeste de Chubut, y cuyo cuerpo apareció sin vida 78 días después, reavivó una vez más el fantasma de la desaparición en Argentina. Posiblemente, tanto o más que el resto de las casi 200 desapariciones ocurridas desde el retorno de la democracia en 1983, cifra registrada en su informe anual de 2015 por la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), una organización que releva casos de violencia institucional en el país.

“La sociedad argentina sufrió la desaparición como una práctica sistemática durante la dictadura y atravesó su transición democrática sin perseguir, seria y sostenidamente, el gobierno civil de las fuerzas de seguridad y el desarrollo de políticas de seguridad democráticas. Por lo cual es difícil que, frente a un nuevo caso, el fantasma de la desaparición no esté siempre presente”, sostiene Natalia Federman, abogada y directora nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad durante el kirchnerismo. Según Federman es posible que, hasta tanto no se realice una reforma educativa de las fuerzas del orden que cambie su armado, su cultura y sus prácticas, algunas de las cuales son heredadas de la dictadura, las desapariciones sigan siendo una de las grandes fallas de la democracia argentina.

Correpi relevó, sin considerar las desapariciones no registradas y las cifras no difundidas aún respecto del gobierno de Mauricio Macri, que fueron 13 los desaparecidos durante el gobierno de Raúl Alfonsín, 62 durante los gobiernos de Carlos Menem, 12 en el mandato de Fernando De la Rúa, 14 durante los breves mandatos de Ramón Puerta, Eduardo Camaño, Adolfo Rodríguez Saa y Eduardo Duhalde, y 70 en los tres gobiernos kirchneristas.

Si bien las desapariciones presentan diferencias entre sí en cuanto a circunstancias de modo y lugar, basta con tomar los casos de Jorge Julio López, desaparecido hace once años luego de testificar contra el represor de la última dictadura militar Miguel Etchecolatz, y el de Luciano Arruga, un adolescente de 16 años desaparecido en 2009 por la Policía bonaerense, para hacerse a la idea de que la responsabilidad del Estado argentino en el ocultamiento y la reproducción de prácticas como la tortura y la desaparición es una constante a lo largo del tiempo.

Ahora bien, a pesar de que en el último tiempo hubo una tendencia a emparentar algunas de las 200 desapariciones, como si todas fuesen idénticas y como si las razones que motivaron cada desaparición fuesen las mismas, Federman afirma que “aún falta un diagnóstico que permita identificar cuáles son los denominadores comunes en las desapariciones desde la recuperación democrática y si todas reúnen las mismas características”.

En rigor, Federman postula que, previo a cualquier intento de igualación de las distintas desapariciones, es necesario “analizar cuál es la historia de vida de cada desaparecido y cuáles son los detalles fácticos inmediatamente anteriores a su desaparición, su vulnerabilidad frente a la violencia institucional u otras redes criminales, etcétera”.

Lo cierto es que, como dijo hace poco en una conferencia la hermana de Arruga, Vanesa Orieta, “los diferentes gobiernos constitucionales, a lo largo de la era democrática, han implementado políticas represivas de control social que adoptan las siguientes formas: la desaparición forzada de personas, el gatillo fácil y las torturas dentro y fuera de las comisarías”. En este sentido, habría que tener en cuenta la recopilación, elaborada por Correpi, de casos de personas asesinadas por el aparato represivo del Estado entre 1983 y 2016. Allí puede apreciarse, en el apartado “Modalidades represivas”, un gráfico que pone de relieve cuáles fueron hasta ahora las dos maneras más habituales que tomó la represión dirigida al control social: las muertes a causa del gatillo fácil alcanzan un 46%, y las de personas detenidas un 39%. Según este mismo esquema, la modalidad de la desaparición forzada alcanzaría un 4%.

Ejercida en Argentina de modo inescrupuloso durante el último período de terrorismo de Estado, en el que desaparecieron 30 mil personas, la modalidad de la desaparición forzada atraviesa hoy un momento de confusión a raíz del caso Maldonado. Desde el vamos, la familia del joven sostuvo que se trató de una desaparición forzada ya que, según ellos, a Santiago lo mató y lo ocultó una fuerza pública como lo es la Gendarmería. Sin embargo, funcionarios del gobierno se han cansado de pronunciar, una y otra vez, que no hay elementos para determinar que se esté ante un caso de desaparición forzada. El hecho insoslayable es que, como declaró su hermano Sergio, Maldonado no murió “estando de turista” sino que, por el contrario, lo hizo en el marco de un operativo represivo de Gendarmería.

Técnicamente, como expresó en diálogo con Cosecha Roja el coordinador del equipo de Seguridad Democrática y Violencia Institucional del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Manuel Tufró, la desaparición forzada “tiene que ver con el accionar de funcionarios o empleados públicos que, actuando con la autorización o en representación del Estado, privan de la libertad a una persona”.

Dada esta definición, se debe considerar que en muchas de las desapariciones ocurridas desde el retorno de la democracia las fuerzas de seguridad, en representación del Estado, tuvieron una incidencia importante. Al respecto, el hijo de Jorge Julio López, Rubén López, que participó recientemente de una conferencia para alumnos de periodismo junto a Orieta, sentenció que “las actuales fuerzas de seguridad provinciales y federales fueron educadas por aquellos que vivieron y aprendieron durante la última dictadura y, por lo tanto, hasta que no se democraticen las fuerzas y se empiece desde cero, los casos de desapariciones en Argentina no van a cesar”.