Camila Schiappacasse


Chaco lloraba y la familia Gómez se destrozaba. Ninguno de los nueve hermanos se imaginaba que iba a ser la última vez que veían a Eduardo. Lo acompañaron hasta el colectivo en una volanta, un carro hecho de madera tirado con cuatro caballos y él, como un San Martín cualquiera, se montaba en su caballo blanco, su compañero que moriría de tristeza unos meses después de su partida. Se despidió, y sería la última vez que cruzarían mirada con su hermana Norma, quien siempre se había refugiado en su protección, en su humildad, en él. 

Quizás, los humanos tengan un sexto sentido, y fue por eso que la abuela de los Gómez colgó un crucifijo cuando Eduardo partió para Malvinas y lloró un día entero sin saber el motivo de su angustia. 

Etelvina Gómez, la madre del caído, fue una de las primeras en tocar la puerta de organismos de derechos humanos y de gobierno para lograr lo que hasta la semana pasada parecía imposible: la identificación de 90 soldados que solamente “eran conocidos por Dios”. Lamentablemente, Etelvina falleció antes de poder ver la tumba de su hijo. “Ella hubiera estado feliz, se hubiera sentido aliviada”, contó Norma, su hija, quien sí pudo ir junto con su hermano Guillermo a ver los restos de Eduardo el pasado lunes. 

Las Islas están teñidas de sentimientos y de historias que callaron ese 2 de abril de 1982. Con bronca, indignación, aceptación y en silencio, Norma lo describe como “un suelo con muchas preguntas sin respuesta”. Esta vez, sin embargo, había otros sentimientos ocultos.

El piso de Malvinas nunca se sintió tan cálido. El sufrimiento y la incertidumbre acumulada por años empezaba a resquebrajarse a medida que los familiares se acercaban al cementerio Darwin. Así, 36 años se frenaron para Norma al verse arrodillada frente a una simple placa con el nombre de su hermano.

Los recuerdos de una infancia sin mucho pero con tanto a la vez se le vinieron a la mente como una catarata. Recuerda el calor de la espalda de Eduardo cuando la llevaba 5 kilómetros “a cococho” a la escuela en días de lluvia porque no tenían bicicletas. Lo ve sentado en la galería de quebracho de su casa rodeado de amigos, como sostén de la familia y trabajando de sol a sol. También fotografía en su mente las idas al monte con todos sus hermanos a cazar “animalitos” y a juntarle cardenales a su abuela. 

A Norma se le corta la voz y vuelve ese nudo en la garganta que tiene incorporado hace ya mucho tiempo: “No sé qué más decirte, me invade la emoción y no puedo seguir hablando. Era especial”. No pudo concentrarse en todos los familiares de los caídos y en sus reacciones, el mundo pareció frenarse entre la cruz y ella. Una mezcla de alivio y de paz la envolvió por completo hablándole en silencio a Eduardo en una charla íntima que se la debía desde el día que partió de su Chaco natal. 

Norma tiene colgada en su casa la foto de su hermano junto con una paloma de bronce como símbolo de la libertad de su hermano pese a la opresión de sus últimos días.

“Era simplemente un niño, lo despojaron del vientre de mi mamá”, dice, sin entender todavía el motivo de su partida. Hubiera querido que las mañanas en que la ayudaba a cambiarse para ir a la escuela o que las tardes en las que se sentaba con ella a hacer la tarea hubieran durado más. Hubiera querido verlo junto a ella en todos los caminos de la vida. 

Norma asegura que la partida de Eduardo “es un duelo sin fin” ya que, a diferencia de sus otros hermanos fallecidos, no pudo verlo ni siquiera en sus últimos días. Sueña todavía con el día en que “le dé sobrinos”, con sentarse a comer torta fritas con mate y algo tan simple como envejecer juntos viendo la chacra y el suelo chaqueño que los vio nacer. Con un poco más de alivio pero con la misma tristeza de siempre, una parte de su alma se rompe de nuevo al decir que Eduardo, su hermano, arrebatado en una guerra infame y sin sentido, era “su todo”.