Por Fiorella Pontoriero
Claudia transitaba sus últimos años de secundaria a principios de los ’80, en Mataderos, cuando conoció a Pablo. Su colegio era únicamente de mujeres, por lo cual las amistades con los varones se daban en el barrio donde estudiaban. A a pesar de no ser de la zona, ya que vivía en San Justo, sus amigas la integraron al grupo vecinal donde estaba Pablo, el novio de una de sus amigas de la escuela.
El destino de los hombres adolescentes de aquella época se veía amenazado: Claudia sabía que tarde o temprano a sus amigos les llegaría la hora de cumplir con el servicio militar obligatorio. Fue así como en 1981, con 18 años, Pablo partió hacia Campo de Mayo luego de una despedida organizada por amigos y su familia. Algunos días de franco se reencontraba con el grupo y otros sólo veía a su novia, siempre pensando que la vida en el cuartel duraría un año y luego volvería a casa.
La partida inesperada
Luego de un año en el que Pablo estuvo lejos de su familia, su novia y sus amistades, llegó el día. Con nervios y emoción fueron todos a buscarlo a Campo de Mayo para que regrese a casa. Claudia estaba allí, pero las horas pasaban y él no salía. “Vayan chicos, nosotros esperamos a que salga y nos vamos”, les pidieron los padres de Pablo. Pero esa noche volvieron sin él y sin respuesta de por qué no había salido.
Nadie sabía nada de Pablo ni dónde estaba, hasta que les llegó la noticia. “Fue a recuperar las Malvinas”, le explicó su amiga a Claudia cuando se enteraron de que había viajado hacia el sur por supuestas maniobras de combate. Pero esa fue una excusa momentánea que mantuvieron hasta que llegaron al territorio en conflicto con Reino Unido. Los días pasaban y ni Claudia ni sus amigos sabían en qué puesto estaba. Temían por Pablo.
La guerra no le hacía ninguna gracia a Claudia. Había crecido en una familia con un concepto claro sobre el tema, y sus dos abuelos la habían vivido en carne propia durante la Primera Guerra Mundial. Las ciencias sociales siempre le habían interesado, pero durante el Conflicto de Malvinas ese interés se había convertido en lo que estudiaba, ya que se estaba formando como profesora de nivel secundario en Geografía.
En su televisor veía y escuchaba al dictador Leopoldo Fortunato Galtiero clamar al ejército inglés: “Si quieren venir, que vengan. Les presentaremos batalla”. Claudia no podía entender el pedido del dictador. Tampoco comprendía qué festejaba el pueblo en la Plaza de Mayo. Incluso, por momentos creía que era ella quien estaba corrida de eje y que sus ideas eran las de una joven que, por la dictadura militar, no podía pensar en voz alta. “¿Hacerle la guerra a Reino Unido?”, pensaba Claudia.
Pablo regresó de Malvinas pero no podía revincularse con sus amigos, ni siquiera quería verlos. Su novia lo acompañaba en el proceso de reinserción en la sociedad, pero durante un almuerzo en su casa, Pablo sintió el pasar de un avión y tuvo la necesidad de esconderse debajo de la mesa, a pesar de que ahí ya no corría peligro. Ese día Pablo comprendió que no podía continuar la relación a pesar de la empatía de su novia, porque ya no era el mismo que se había ido. Eso fue lo último que Claudia supo de él antes de que desapareciera por completo y todo el grupo le perdiera el rastro.
Una historia inconclusa
Los años pasaron, Claudia conservaba su amistad con sus compañeras de colegio y se convirtió finalmente en docente de Geografía en el nivel secundario. El conflicto de Malvinas la seguía atravesando, preparaba sus clases de la unidad sobre soberanía del programa de quinto año de manera tal que pudiese hablar de las Islas. Les explicaba a sus estudiantes que un país tiene soberanía en el mar, que no había discusión geográfica de si las Malvinas eran o no argentinas. Y no le importaba si debía salirse del programa para compartir conocimientos de geopolítica: su objetivo era darles herramientas para que supieran de qué se estaba hablando y qué pertenecía al territorio argentino. Además, para ella los veteranos merecían respeto. Desde su lugar como profesora buscaba que sus estudiantes comprendieran que los veteranos no eran personajes de una época muy lejana, sino que podían estar caminando por la calle junto a ellos.
Una de las consignas fue que preguntaran en sus casas qué estaban haciendo sus familiares en los tiempos del conflicto. A la semana siguiente llegó al aula y se le acercó una alumna con lágrimas en los ojos para contarle cómo le había ido con la actividad. “Mi tío me confesó que estuvo en Malvinas y nunca se había animado a decírmelo porque me veía chica y es muy doloroso para él”, le explicó la chica con culpa y la sensación de que nunca le había dado el espacio a su tío favorito para que le expresara sus sentimientos.
Expuso todas las vivencias y anécdotas que no había podido contarle a su sobrina en una charla en el colegio organizada por Claudia para que sus alumnos, que ya tenían conocimiento por lo que habían estudiado, pudieran conocer a un veterano de guerra. Mientras, no podía evitar hablar de Pablo. Era una manera de rendirle homenaje a ese amigo de la adolescencia que había estado en el combate. Era una historia inconclusa, una incógnita, una duda que la profesora no podía responderle a sus estudiantes.
Para 2019, Claudia se había distanciado de varias de aquellas amigas, incluida la que había sido novia de Pablo. Pero gracias a las redes sociales descubrió que otra de sus compañeras estaba en pareja con Pablo. “¿Pero es él o no es?”, se preguntaba Claudia. Veía a un hombre tan distinto, tan adulto comparado con el joven que había sido su amigo y que había despedido en Campo de Mayo a sus dieciocho años. Se contactó con su compañera para confirmar que fuese él, y así fue. Había encontrado a Pablo.
Le pidió su contacto para organizar un desayuno en los colegios con alumnos, Pablo y algunos ex combatientes del Centro de Veteranos de Guerra de Malvinas de Lanús. Con mucho respeto y algo temerosa, porque habían pasado más de veinte años sin hablarse, Claudia le envió a Pablo un mensaje para contarle la propuesta. Le transmitió el entusiasmo de sus estudiantes por aprender sobre el conflicto y que incluso habían ido de excursión al Museo Malvinas. Pablo no dudó y enseguida pusieron fecha para el encuentro.
El reencuentro inesperado
Ese martes Claudia preparó el patio de la escuela con ayuda del profesor de música y los directivos para recibir a los veteranos. Estaba nerviosa, quería que todo saliera bien. Chequeaba los parlantes, los instrumentos para una presentación de rock nacional ochentoso de los estudiantes, el escenario y la decoración de las paredes. Los 150 alumnos de cuatro cursos de cuarto y quinto año estaban ensayando la ronda de preguntas cuando el personal de seguridad le avisó a Claudia que los veteranos estaban en la puerta.
Se acercó al hall de entrada y, de espaldas a la puerta, le recordó a su compañera que chequeara los micrófonos mientras ella preparaba algo caliente para el desayuno de los veteranos. En su cabeza rondaban todas sus preocupaciones docentes, hasta que de repente escuchó: “¿Qué hacés, Claudita?”. Muy pocas personas la llamaban así, y Pablo era uno de ellas. Claudia creyó que estaba viviendo una película, tuvo recuerdos de su adolescencia porque Pablo tenía el mismo tono de voz de cuando tenía 19 años. Se dio vuelta y lo vio parado con las manos en los bolsillos, igual que cuando iban a bailar y le hacía señas a sus amigos para que se fueran y terminara la noche. Corrió a abrazarlo y el tiempo se frenó para Claudia. Descubrió que, a pesar del tiempo y la distancia, seguían siendo Pablo (o “El Negri”, como lo llamaba ella) y Claudita.
El encuentro logró algo poco frecuente en ella: que llorará. Fueron al patio, pero Claudia sentía taquicardia, le temblaban las manos y las piernas, quería seguir llorando y al mismo tiempo no quería que sus alumnos la vieran así. Sus compañeros y docentes la notaron diferente, era otra Claudia y tenía que explicarles por qué. “Estaba bárbara, ustedes me dicen siempre que soy súper fuerte, pero esto de hoy me supera”, les contó con la voz quebrada por el nudo que sentía en la garganta. Con el corazón latiendo muy fuerte, les pidió que por favor la ayuden a llevar adelante el encuentro, a traerla a la realidad y salir del recuerdo de 1982. Sus alumnos y compañeros la tranquilizaron, Pablo se quedó a su lado y ella estuvo toda la mañana agarrada a él: no podía creer que lo tenía de nuevo. Eran los primeros cursos que podían sacarse las dudas de qué había sucedido con él. Tuvieron la historia completa, y ella la descubrió junto a ellos.
Pablo puso al día a Claudia. Había estado en el frente de la batalla del Monte Longdon, posiblemente la más importante de la guerra. Cuando regresó a Campo de Mayo, recibió indicaciones sobre qué podía decir y qué no acerca de lo vivido. Lo alimentaron para que subiera al menos una parte de los veinte kilos que había perdido y le cambiara el color del rostro. Le confesó que al volver sentía que su vida no encajaba en la de Claudia ni en la de sus amigos, que vivían en una nube y nunca iban a poder dimensionar lo que había vivido.
Pablo y Claudia aprendieron a vincularse de otra manera. Ella comprendió que no necesariamente tenía que ser su confidente o prestar su oído para cuando estuviera angustiado, sino que podía ayudarlo a no olvidar el conflicto involucrando a los alumnos. Claudia elegía hablar de las Malvinas por Pablo y sus compañeros; los que murieron en combate y los que regresaron. “Profe, no me olvido de Malvinas”, le escribió uno de los alumnos que se contactó con ella el pasado 2 de abril. Claudia sintió que su trabajo estaba hecho.