Por Santino Girardi
—¿Cómo terminaste en una red de trata?
—Me introdujeron en la prostitución por falta de trabajo y de educación. A los 16 años migré de Chaco, donde nací, a Buenos Aires buscando trabajo. Fui explotada laboralmente, era menor de edad y estaba sola. Un día le pedí un aumento a la patrona y no me lo quiso dar, me echaron. Me encontré sola, con hambre, sin tener nadie a quien pedirle ayuda. Pude pagar unos días una habitación muy barata en el barrio de Flores, y salí a buscar trabajo. Después de unos días de buscar y no conseguir, volví una noche y el dueño del lugar donde me quedaba no me dejó entrar. Me quedé en la calle. Fuí a Plaza Flores y me quedé ahí sentada. No sabía donde ir así que empecé a caminar, llegué hasta la Plaza Once, y ahí encontré mi techo, metafóricamente. En ese lugar viví varios meses, dormía en el tren Sarmiento. En esa plaza aprendí a revolver la basura para comer. Se me cortó la menstruación. El miedo, la soledad y el hambre hicieron una implosión dentro mío. Un día me atreví a acercarme a una persona que me produjo empatía, una mujer que yo veía todos los días sentada en esa plaza. Tenía alrededor de 50 años. Me presenté y me dio unas monedas para comprarme jabón, shampoo y crema de enjuague, y me mandó a ducharme en la estación de Plaza Once. Cuando volví con ella, hice mi primera pregunta estúpida: “¿Y ahora qué hago?”. La mujer me respondió: “Nada, sentate. Los hombres van a hacer todo”. Nunca en mi vida me voy a olvidar de esa respuesta. Así entró la prostitución en mi vida, y se quedó por seis años.
—¿Cómo saliste de la prostitucíón?
—De la prostitución se sale de dos maneras: viva o muerta. Yo salí viva, pero no estoy sana. Ninguna sobreviviente de trata está sana. Todavía no recuerdo cómo me escapé del prostíbulo en el que estaba, me caen recuerdos de a poco. Lo que más recuerdo es que estaba muy flaquita, consumida. Nunca manejé dinero, cuando huí no tenía nada. Lo más seguro es que hice dedo. Cuando escapé del prostibulo estuve metida en la prostitución un año más. Dije basta luego de una gran golpiza que me dio un torturador prostituyente. Un oficinista que en vez de irse a almorzar eligió irse de putas. Me eligió a mí, y yo me atreví a decir que no. Cuando sos puta no podés decir que no, porque te pagan. Debés obedecer. Luego de la golpiza me salvó la vida el conserje del hotel en el que estábamos. Fui presa. Cuando me liberaron tuve la noche más oscura de mi vida, pero terminó siendo liberadora, porque pude decir basta. Por primera vez en seis años pude llorar, y empezar a reconstruirme.
—¿Cómo fué el proceso de reconstrucción personal posterior?
—Es un largo camino. Lo hice en absoluta soledad. En ese momento en Argentina teníamos una sola ley contra el proxenetismo, la Ley Palacios. No había ley de trata. Cuando dije basta, me corté el cabello, y desde ahí me lo dejé corto, porque los puteros buscan cabello largo. Conseguí trabajo en una fábrica de cucuruchos de helado, y todas las noches después del trabajo me sentaba en algún bar y miraba cómo se vestían las mujeres, cómo gesticulaban, cómo hablaban, porque debía reconstruirme. Un día, después del bar, volví a donde vivía y me metí a la ducha. Por primera vez me miré desnuda en el espejo y salí corriendo del baño porque recordé todo lo que viví. Rechazaba mi cuerpo. Al día siguiente me miré de nuevo, y lo convertí en un ejercicio. Después pasé a otro ejercicio, que me llevó meses. Fue aprender a acariciarme. Sólo sabía de manoseos. Después fueron varios meses de aprender a abrazar, abrazándome. Así empecé a quererme, y fue maravilloso. Hoy no le permito a nadie un grito, menos que se atrevan a pegarme. No se van a encontrar con una mujer sumisa. Formé una voz propia leyendo y reflexionando. Con 60 años sigo en los últimos dos procesos de reconstrucción: aprender a desear y trabajar el dolor. Voy a luchar por hacerlo porque decreté que en mi vida voy a ser libre.
—Tenés un hijo varón. ¿Qué mensajes, valores o enseñanzas le transmitís como sobreviviente de trata?
—El amor. Lo único que no logró la prostitución en mí es borrar mi capacidad de amar. Con amor y respeto eduqué a mi hijo. Desde los cuatro años le mostraba libros para que conozca su cuerpo. Me acompañaba a dar charlas a compañeras prostituidas en la calle. Mientras yo les enseñaba a las compañeras sus derechos, él jugaba y hacía dibujitos al lado mío. Después, a los siete años, le conté toda mi historia. Toda su vida escuchó cómo yo le hablaba y abrazaba a las compañeras, desde el respeto y el amor. Siempre supo que la prostitución es violencia. Hoy estoy muy orgullosa de ser madre de un varón no violento. En una sociedad tan violenta, la única resistencia es el amor.
—¿Qué valoración hacés sobre la lucha por el abolicionismo en Argentina?
—Hoy estamos mal. El abolicionismo no tiene dinero. Todo el dinero que entra de agencias internacionales es para explotación sexual. Para que se diga que la prostitución es trabajo. Por eso sólo tenemos nuestra palabra y nuestro cuerpo para defender el abolicionismo. Además, el movimiento queer ha roto el movimiento feminista, lo dividió. Yo no lucho para que otras identidades no existan, pero las compañeras travestis y trans, ¿por qué no hacen su propio movimiento? Cada identidad propia tiene sus necesidades y derechos propios. Voy a luchar al lado de las compañeras trans para que sus derechos sean respetados, pero no voy a hablar por ellas. El sistema prostituyente reduce a las mujeres a boca, vagina y ano. El sistema queer las reduce a óvulos y vientre. Yo voy a luchar junto a todas las mujeres para que todas las personas tengan su identidad, pero no nos van a reducir a trozos de cuerpo para pseudo inclusión.
—¿A qué creés que se debe la gran cantidad de sobrevivientes de redes de trata que no denuncian?
—No denuncian porque tienen miedo. El sistema prostituyente te mete miedo. Lo primero que hace un proxeneta es pegarte. Vos como mujer, resistes. Segundo, te hacen consumir drogas. La adicción te mantiene en ese lugar. Tercero, el proxeneta te hace parir hijos. Cada hijo es un eslabón más de la cadena que te mantiene ahí adentro. Dicen que van a matar a tu hijo, a tu madre, te meten miedo, y no denunciás. Como sociedad es muy importante que denunciemos. Cuando sabemos que hay una mujer siendo explotada sexualmente en una esquina, siempre que pasamos la vemos ahí parada y hay un tipo en su casa, eso es proxenetismo, y hay que denunciarlo. Tenemos que meternos en la lucha, porque hoy las putas son las hijas de otros, pero vienen por nuestras hijas y hermanas, por nuestras nietas, nuestras amigas.
—¿A dónde hay que apuntar para terminar con las redes de trata? ¿Contra qué hay que luchar?
—Contra los puteros. Hombres que van de putas, mal llamados clientes. Ellos sostienen la prostitución y la trata. Sin hombres que consuman prostitución, no hay prostitución, sin prostitución no hay trata. Punto. Hay que educar a los varones para que no sean varones prostituyentes, y luchar por la penalización de los puteros. Aunque tengamos que mandar presos a nuestros padres, a nuestros tíos, a nuestros hermanos, a los curas, a los pastores, a los jueces, a los políticos, a los jugadores de fútbol. Yo lucho por la penalización.
—¿Cómo fue el proceso de tomar todo lo que te pasó y transformarlo en la lucha y voz de miles de mujeres que todavía se encuentran bajo la sombra del proxenetismo?
—Fue la rabia. Mi rabia me llevó a decir basta, a cuestionar a los gobiernos de turno y este sistema, a cuestionar las políticas públicas. La rabia me llevó a hacerle frente al proxenetismo, al capitalismo, y también me hace cuestionarme a mí misma todo el tiempo. Trabajo la rabia como una buena energía, me hace escribir libros, dar capacitaciones, y ser una mujer defensora de los derechos humanos. Siempre le digo a las mujeres: desobedezcan. Para mí la rabia es desobediencia pura. Si no hubiera desobedecido hoy todavía sería una puta más sentada en una plaza.