J. Borobio, D. Fernández, I. Santoruffo, F. Torres

“López nunca se permitió olvidar, siempre estaba tratando de rearmar, de ver si se podía averiguar algo más, de ver de ubicar a los represores”, dice Nilda Eloy, secuestrada y torturada durante la última dictadura que, al igual que Jorge Julio López, fue querellante y testigo en el juicio en el que se condenó en junio de 2006 a Miguel Etchecolatz, jefe de la división de investigaciones de la Bonaerense durante la última dictadura cívico-militar, por siete casos de privación ilegítima de la libertad, tormentos y homicidio.

Eloy conoció a López en 1999 en el hall de la sala de audiencias de la Cámara Federal de La Plata, cuando ambos iban a declarar en el primer Juicio por la Verdad. “En ese momento, él estaba relatando y describiendo El Pozo de Arana donde yo misma había estado”, dice Eloy, integrante de la Asociación de ex Detenidos y Desaparecidos. “A partir de ahí compartimos muchísimo”.

Siete años después, en 2006, Eloy y López fueron dos de los 133 testigos de otro juicio, en el que reconocieron haber visto a Etchecolatz en El Pozo de Arana, centro clandestino de detención de La Plata donde habían estado secuestrados. A raíz de esos testimonios comenzaría a juzgarse a otros represores, militares y policías retirados y aún en función.

En ese juicio, en el que López también mencionó a una treintena de policías, Etchecolatz fue condenado a reclusión perpetua por privación ilegítima de la libertad, tormentos y homicidio calificado contra Patricia Dell’Orto, Ambrosio de Marco, Nora Formiga, Elena Arce y Margarita Delgado; y por privación ilegítima de la libertad y tormentos a Eloy y López. En el fallo, firmado por el tribunal de la Cámara Oral en lo Criminal Federal número 1 de La Plata, presidido por Carlos Rozanski, se usó por primera vez la calificación de genocidio para hablar de crímenes cometidos por el terrorismo de Estado. Tres meses después, López desapareció.

“El Viejo usó la misma ropa cada vez que fue a una audiencia o a un reconocimiento, desde los borcegos hasta la gorra, todo lo mismo”, dice Eloy. “La mañana que desapareció, su hijo Gustavo me dijo que la ropa había quedado preparada sobre la silla. Él no quería faltar a los alegatos. Habíamos hablado todo el fin de semana anterior; quería asegurarse de que Etchecolatz estuviera ahí, gritarle a la cara, porque cuando declaró por primera vez no estaba. Él no se lo quería perder por nada del mundo, quería pedir a los jueces la perpetua”.

Hacer vereda

A principios de los ’90, Pastor Asuaje, compañero de militancia de López y Patricia Dell’Orto en la unidad básica del barrio platense de Los Hornos, se contactó con el hermano de la mujer, el fotógrafo Guillermo Dell’Oro, para decirle que se había reencontrado con una persona que tenía información sobre su hermana. Esa persona era López, quien en 1996 se reunió con Guillermo Dell’Oro.

“López lo relató con mucha angustia porque había visto a mi hermana y había presenciado su ejecución”, dice Dell’Oro. “Mientras estuvieron secuestrados, ella le había encargado buscar a su familia. El viejo López cargó con esto por 20 años hasta que encontró a alguien de la familia, a mí”.

Diez años más tarde, en 2006, López repitió los hechos durante su declaración en el juicio a Etchecolatz, en la que, según Dell’Oro, hubo un diálogo “muy curioso entre testigo y juez.

–¿López, usted qué hacía durante la dictadura? –le preguntó uno de los jueces.

–Yo era montonero –respondió López.

–No. ¿Qué hacía?, ¿a qué se dedicaba?, ¿qué ocupación tenía?

–Yo hacía inteligencia.

“Eso era verdad porque lo ponían de albañil en una obra en la cuadra de una comisaría, entonces conocía la gente, sabía los movimientos”, explica Dell’Oro.

Según Eloy, “López hacía vereda”, es decir que sus compañeros le buscaban trabajos de refacción de veredas donde hubiera comisarías para obtener información. El trabajo más relevante que hizo fue cerca de la Brigada de Investigaciones de La Plata, sobre la calle 55. “Su desaparición fue un tema de información”, dice Eloy.

Meses después de la desaparición de López, en un allanamiento en la cárcel de Marcos Paz, la policía encontró unas libretas de Etchecolatz, que estaba detenido allí, con anotaciones y pedidos para su abogado. “Hay que conseguir que uno (de los testigos) se desdiga”, había escrito el genocida.

“Imagínense lo que hubiera pasado si en ese momento, ya en los alegatos, en el final del juicio, hubiera aparecido Jorge declarando que lo que él había dicho era mentira”, dice Eloy. “Si eso hubiese ocurrido, habría sido el fin de todo lo que vino después. Quienes hicieron desaparecer a López tenían la intención de frenar los juicios”.

Desde la desaparición, jueces, sobrevivientes e integrantes de organismos de todo el país han recibido amenazas. El juez Rozanski, por ejemplo, fue amenazado de muerte en cartas enviadas a su despacho. “La campaña de miedo no dio resultados, pero fue extensísima y cada tanto algún recordatorio por teléfono te hacen”, dice Eloy.

Si la desaparición de López tenía el objetivo de amedrentar a los testigos de los juicios por causas de lesa humanidad, fracasó. Los juicios continuaron gracias al trabajo de víctimas, organismos de derechos humanos y familiares. Incluso, el testimonio de López, proyectado en video, permitió en octubre de 2011 condenar a Etchecolatz y a otros represores en el juicio de la comisaría 5° de La Plata, uno de los puntos del Circuito Camps.

“Es una mezcla de dolor e indignación lo que surge con el pasar del tiempo, al ver que no han resuelto nada”, dice Eloy acerca de la desaparición de López. “Hay una causa con miles y miles de hojas que no lleva a ningún lado, da mucha bronca e indignación”.