Camila Schiappacasse
“Mi papá era un personaje, citaba a alguien y le robaba las pelucas a mi vieja para ver su reacción”, dice Alejandra Conti, hija del escritor secuestrado el 5 de mayo de 1976. Ella cree que lo que anhelaba su papá en esas situaciones era ver la expresión de sorpresa del citado. Meticuloso, misterioso, cauteloso y con un humor casi ácido, así era Haroldo Conti.
Con la mirada perdida en un millón de recuerdos, Alejandra recordó los días en la casa del Tigre, que hoy se convirtió en museo. Recuerda los preparativos, llevar el kerosen, los bidones de agua y los libros. Con un padre criado en el campo chacabuquense, los juegos y la magia de la naturaleza nunca pasaban desapercibidos. De hecho, el recuerdo más febril de Alejandra eran las idas al zoológico, que para ese entonces “era todo un programa, porque internet no existía”. Amantes de la naturaleza, inmortaliza los días en el campo de la hermana de su padre: correr a las gallinas, andar en bicicleta y a caballos. Eran bichos de ciudad inmersos en un mundo mágico y natural.
Haroldo disfrutaba de fumar y de reflexionar al mismo tiempo. Habito que heredaría su hija años después
Conti no era un padre cariñoso, sino más bien un personaje serio y frío. Recuerda que cuando se escuchaba el tipeo de su máquina de escribir, la casa se convertía en una misa y no volaba ni una mosca. Su amor lo demostraba de una forma peculiar. Una noche en la casa de San Telmo en la que vivían Alejandra leía en el living como de costumbre y de la nada su papá le tiró un papel con tres frases y después le pidió que eligiera la que más le gustara. Perdida y confundida, Alejandra eligió en base a lo que más le llamó la atención: “Alrededor de la jaula”. Meses después, su hija se daría cuenta que había elegido el título de uno de los libros más reconocidos de su papá.
Con la excusa de llevar a sus pequeños hijos al cine, Conti se instalaba por horas a ver las caricaturas ya a color que empezaban a llegar al cine Real de Buenos Aires. Los clásicos Tom y Jerry, El Gato Félix y el Correcaminos eran motivo de risas para la familia. Sin embargo y a pesar de que tenía una mirada cinematográfica inexplicable para esa época, Haroldo odiaba la televisión en su casa, y ponía, como todos los padres de aquel entonces, horarios y límites. El principal motivo de peleas entre padre-hija era por esos límites que la pequeña no entendía, pero que años después practicó con sus hijos.
Al igual que su padre, Alejandra amaba los libros. Entre risas, recuerda que una noche ella estaba leyendo el libro “La Metamorfosis” de Franz Kafka. Y así, cuando ella estallaba entre carcajadas, entró su padre a la habitación. Serio y sin escrúpulos fijó su mirada en esa niña risueña, y la retó, diciéndole indignado“¿Cómo podés reirte del gran Kafka?”. Nunca logró entender que su hija había hecho de una tragedia una comedia.
Conti inculcó a cada uno de sus hijos el arte de distintas maneras. En el caso de Alejandra, fueron las artes plásticas.
Alejandra iba a tomar un café con su papá apenas salía del colegio. Como un niño, Conti se empacaba, y le decía a su hija: “no tengo ganas de ir a dar clases”. Su hija que ya entraba en la adolescencia se horrorizaba, lo retaba, se desesperaba. Pero no se preocupaba, sabía que su padre agarraría los libros de cívica y marcharía rezongando a dar sus clases para volver a su hogar con el alma renovada y esperanzada.
El escritor admiraba el poder de las palabras, pero también el de los actos. Como profesor, fue citado repetidas veces por la directora de su colegio por una extraña seguidilla de 10, 9 y 8. Lo que evaluaba no eran conceptos, sino actos, actitudes y valores. Nadie lo entendía. Como padre, también demostraba sus valores a través de sus actos. Un día, algo llamó la atención de la familia. En la escalera de su casa, un hombre pedía comida, cosa que para aquel entonces no era común. Conti no dijo nada, se limitó a preguntarle a su mujer si había sobrado guiso, lo calentó, y le dijo a su hija: “Alejandra, andá y llevale esto al señor que está abajo”.
Haroldo Conti desapareció hace 42 años, secuestrado por una patota del Batallón 601. Con un jazz de fondo, como le gustaba a él, Alejandra hace otra pausa, más larga, más melancólica. Fija los ojos en el piso, y se queda ahí: “Me faltó tanto por decir y hacer con mi papá. Todavía quedaba un último cuento en la máquina de escribir”.