Por Agustina Langellotti, Julieta Roqué y Sofía Del Gesso
El actor y productor Federico D’Elía dejó una marca indeleble en la cultura con su papel de Mario Santos en la emblemática serie Los simuladores. No sólo fue uno de los protagonistas, sino también uno de los creadores de esta obra que revolucionó la televisión argentina y trascendió fronteras. Para D’Elía, no fue un proyecto más; fue una experiencia transformadora que, según confiesa, lo llevó a comprender el verdadero poder del arte en la vida de las personas.
–¿Qué dimensiones y significados abarca el arte en tu vida y carrera?
–El arte es algo magnánimo, imprescindible. Es una palabra que encierra una grandeza inmensa, algo que trasciende el tiempo. El arte, en su esencia, perdura, se convierte en un legado. Pero también es un concepto que usamos a veces con ligereza, aplicándolo a cosas que, en realidad, no alcanzan esa magnitud. El arte es lo que deja una huella profunda, lo que resuena más allá de su época.
–¿Hay otras formas de arte que te apasionen y disfrutes, además de la actuación?
–Disfruto de varias formas de arte. Con el tiempo, aprendí a apreciar la pintura; me encanta visitar museos, perderme en las obras, en los trazos de los artistas. También la danza, el canto… El arte en general me fascina. La literatura ocupa un lugar especial, me apasiona leer, y creo que todas estas formas de arte alimentan mi interpretación, enriquecen mi sensibilidad y me permiten explorar nuevas dimensiones en mi trabajo.
–¿Hubo un momento específico en tu vida en el que decidiste que la actuación sería tu camino, o fue un proceso gradual de descubrimiento?
–No siempre supe que quería ser artista. La decisión fue tomando forma durante mi adolescencia. Crecí en La Plata, donde era muy deportista, pero en tercer año de secundaria empecé a experimentar con el teatro. Fue un proceso de prueba, de descubrir si realmente me apasionaba, y poco a poco esa curiosidad se transformó en certeza. No fue un camino directo, sino un recorrido lleno de descubrimientos.
–Si pudieras elegir a cualquier artista, vivo o muerto, con quien compartir una escena, ¿quién sería?
–Tuve la suerte de trabajar con mi viejo, y si tuviera que elegir, volvería a hacerlo con él. Hay algo especial en compartir el escenario con alguien tan cercano, la conexión es diferente. Además, trabajar con alguien que admiro y respeto profundamente es un regalo, y eso lo viví con él.
–¿Hay alguien cuyo trabajo admires profundamente, un mentor o una figura que haya sido crucial en tu desarrollo artístico?
–Admiro a muchos en mi profesión, hay actores y trabajadores cuyo talento respeto enormemente, pero no tengo un referente específico. No creo en seguir a una sola persona como guía; prefiero aprender de la diversidad, de las distintas formas de interpretar y entender el arte. Cada experiencia, cada persona con la que trabajé, me enseñó algo único.
–¿Hay algún papel en particular que haya moldeado a quien hoy sos, tanto en lo personal como en lo profesional?
–Como persona, no siento que ningún papel me haya cambiado profundamente. Sin embargo, desde lo público, Los simuladores fue un punto de inflexión. Tuve la suerte de participar en fenómenos como Poliladron, pero Los simuladores fue diferente porque lo creamos nosotros, y eso le dio un valor especial. Ese personaje cambió la manera en que el público me percibe y dejó una marca en mi carrera.
–¿Hay alguna obra de teatro, película o guión que haya sido un faro en tu carrera, algo que te haya inspirado a seguir en este camino?
–Sí, hubo un momento decisivo. Estaba en La Plata, viendo una obra llamada Príncipe azul, con Villanueva Cosse y Jorge Rivera López. Salí del teatro y, estando solo, me dije: “Me encantaría ser actor”. Ese día me lo acuerdo perfecto porque fue cuando realmente decidí que quería dedicarme a esto.