Por Sol Vega y Vera Boussy

Era 30 de diciembre de 2004 y Callejeros, la banda que más había crecido en la escena del rock argentino, cerraba el año en República de Cromañón. Miles de personas esperaban ansiosas el show, pero apenas comenzaron a sonar los primeros acordes de la canción “Distinto”, una candela lanzada desde el público provocó un incendio. El humo se dispersó rápidamente y, en cuestión de minutos, el caos y la desesperación se apoderaron del boliche del barrio de Balvanera. Murieron 194 personas y 1.400 resultaron heridas. Lo que debía ser una fiesta terminó en una de las tragedias no naturales más grandes de la historia reciente de la Argentina.

Los recuerdos que Romina Andreini tiene de esa noche son como flashes, un cúmulo de imágenes que no ha querido revivir: la multitud al llegar, la presencia de los policías en la puerta –que la habían hecho sentir más segura–, el caos que siguió al corte de luz y el calor insoportable. “Me desmayé, pensé que me quedaba ahí, pero desperté en el piso del Hospital Penna”, relata. Tenía 19 años y fue una de las sobrevivientes de Cromañón.

Antes de la tragedia, Andreini era una joven como cualquier otra. Había terminado el CBC de Psicología en la UBA y comenzaba a adentrarse en el mundo del rock principalmente a través de su amiga Paula, quien la introdujo en el universo de Callejeros. “Siempre me gustó el rock, pero ese año empecé a descubrir a la banda. Antes, mi gusto se inclinaba más hacia la música melódica. Recuerdo que en mis primeras experiencias de conciertos me resultó impactante el ambiente, pero pronto comencé a acostumbrarme a la energía del rock en vivo, que tenía algo del fervor y la emoción que se vivía en los estadios de fútbol”, dice.

“Yo no vi por fuera el caos de Cromañón. A veces digo que fue una suerte quizá que me haya desmayado. Tengo la sensación de que por ahí hubiera vuelto a entrar, no lo sé”, piensa Andreini. Los días que siguieron a aquel 30 de diciembre fueron una mezcla de confusión y dolor: “Cuando desperté en el hospital, comencé a escuchar los gritos de los padres buscando a sus hijos. En esos momentos, fui consciente del caos que se había desatado, pero aún no comprendía completamente lo que había pasado”. Al día siguiente, al bañarse, notó que el agua salía negra, una secuela del horror vivido esa noche. “El cuerpo me pesaba como si hubiera hecho una maratón”, relata, aludiendo al impacto físico del shock.

El proceso de recuperación fue complejo. Andreini explica que le costó mucho volver a lugares cerrados, sobre todo si hacía calor, porque esas sensaciones la hacían revivir su experiencia en la tragedia. La claustrofobia se convirtió en un problema persistente, tanto en ascensores como en micros: “Después de esa noche me sentí muy indefensa. No confiaba en nada que no pudiera controlar. Uno sale a divertirse y no es consciente de que puede pasar algo malo, pero a partir de ese momento, me quedó la necesidad de estar en constante alerta, atenta a todo lo que sucedía a mi alrededor”, admite. Y agrega que su carrera de Psicología fue un gran sostén en este proceso, ya que le permitió enfocarse en otros proyectos y encontrar una manera de avanzar.

Por otro lado, la psicóloga reflexiona sobre su relación con el concepto de ser sobreviviente. Durante mucho tiempo, evitó hablar del tema. “Hace unos años, me hicieron una entrevista y me preguntaron: ‘¿qué significa para vos ser sobreviviente?’. Entonces me di cuenta de que no me hacía cargo de eso, no era tan consciente. Creo que fuimos muy invisibilizados también”, comparte. Romina explica que, en aquellos años, ser sobreviviente de Cromañón implicaba lidiar con una sociedad que no siempre entendió el impacto de la masacre: “Se nos juzgaba, se hablaba de que éramos drogadictos, que no sabíamos dónde estábamos, los medios instalaron que había una guardería en los baños del boliche… Era una forma de deslegitimar lo que vivimos, como si hubiera sido culpa nuestra“. Y responde: “Ser sobreviviente hoy significa hablar, aclarar los mitos y reivindicar que lo que ocurrió no fue un accidente, fue una tragedia que se pudo haber evitado. Es informar que el 40 pot ciento de los chicos que fallecieron esa noche habían salido y volvieron a buscar amigos, hermanos, pareja, o gente que ni siquiera conocían”.

Veinte años después de Cromañón, Andreini forma parte de la organización No Nos Cuenten Cromañón, un colectivo que trabaja para visibilizar la tragedia y promover el apoyo psicológico para los sobrevivientes y las familias de las víctimas. Su participación en esta organización comenzó cuando, tras haberse recibido de psicóloga, decidió unirse para ayudar en lo que pudiera. A través de su trabajo, fue testigo de los efectos devastadores de la tragedia, como el alto número de suicidios de sobrevivientes y la falta de una respuesta adecuada por parte del sistema de salud. Con su esfuerzo, junto a otros profesionales, logró ofrecer asistencia psicológica a quienes lo necesitan, haciendo foco en la importancia de la memoria y la concientización.