Por Matías Riso
Desde el regreso de la democracia en 1983, las elecciones de medio término marcaron con frecuencia un punto de inflexión en la relación entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. En la Argentina, donde la figura presidencial concentra una fuerte cuota de poder político y simbólico, perder el control del Parlamento resulta un desafío para la gobernabilidad. Sin embargo, esa minoría legislativa no siempre significó parálisis porque en muchos casos obligó a los gobiernos a negociar, configurar alianzas y redefinir sus estrategias de poder.
El primer ejemplo se dio en 1987, cuando Raúl Alfonsín enfrentó un revés electoral que cambió el mapa político. Tras el triunfo de la Unión Cívica Radical en 1983, el oficialismo había conservado una mayoría cómoda en ambas cámaras. Pero cuatro años después, la renovación peronista se impuso en los principales distritos (Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Santa Fe) y recuperó el control de la Cámara de Diputados. Esa derrota legislativa marcó el comienzo de un período de creciente dificultad para el gobierno radical, que debió enfrentar además la crisis económica, los levantamientos carapintada y un deterioro político coronado con la entrega anticipada del poder en 1989. Alfonsín debió gobernar sus últimos años sin mayoría propia y con un Congreso que le frenaba iniciativas clave, como las leyes económicas del Plan Primavera o las reformas institucionales que buscaban sostener al radicalismo en el poder.
Otro presidente que enfrentó un escenario similar en medio de una crisis política fue Fernando de la Rúa. En las legislativas de octubre de 2001, la Alianza UCR–Frepaso, que había ganado con comodidad dos años antes, perdió más de cuatro millones de votos. El peronismo, dividido en varias corrientes, logró imponerse en la mayoría de las provincias y se quedó con el control de ambas cámaras. La derrota dejó al presidente sin respaldo político en un contexto de recesión, descontento social y tensiones internas dentro del propio gabinete. Sin mayoría legislativa y con una oposición fortalecida, De la Rúa se vio forzado a gobernar por decreto y a apelar al veto parcial de leyes, como la de emergencia económica. Su renuncia, apenas dos meses después, evidenció que la pérdida del Congreso significó la pérdida de la base mínima de su sustentación política.

Más reciente fue el caso de Alberto Fernández, que en 2021 enfrentó una derrota legislativa tras la pandemia y la crisis económica. El Frente de Todos perdió el quórum propio en el Senado por primera vez desde 1983 y redujo su representación en Diputados. La oposición de Juntos por el Cambio logró bloquear leyes clave y obligó al oficialismo a tener que negociar cada votación. Fernández gobernó los últimos dos años con un Congreso dividido en medio de la tensión interna con el kirchnerismo y una gestión marcada por una emisión monetaria descontrolada que se reflejó en la alta inflación y el desgaste político. El Poder Ejecutivo recurrió con frecuencia a decretos y resoluciones ministeriales, mientras el Congreso se convirtió en un escenario de bloqueo y resistencia mutua.
Ahora, el presidente Javier Milei enfrenta un desafío inédito desde otra perspectiva. Electo en 2023 con un fuerte respaldo social pero sin una estructura territorial consolidada, La Libertad Avanza quedó en minoría en ambas cámaras: apenas 37 diputados sobre 257 y 6 senadores sobre 72, sin contar los aliados. A diferencia de otros presidentes en minoría, Milei llegó al poder ya sin mayoría propia. Su programa de reformas (la Ley de Bases, la desregulación económica y la reducción del gasto público) depende de consensuar acuerdos con sectores del PRO y parte del radicalismo. Esa estrategia le permitió aprobar algunas medidas, pero también evidenció los límites del poder presidencial sin un bloque parlamentario robusto. En estas legislativas de 2025, el oficialismo busca revertir esa correlación de fuerzas y alcanzar al menos una mayoría relativa que le permita sostener su programa sin depender de otros.
La historia demuestra que gobernar sin Congreso propio no necesariamente implica el fracaso, pero sí una forma distinta de ejercer el poder. Alfonsín debió pactar con un peronismo que se fortalecía, De la Rúa naufragó ante la imposibilidad de construir consensos, Fernández gobernó bajo la fragmentación interna de su coalición y Milei enfrenta el desafío de construir poder desde la minoría. En todos los casos, las elecciones de medio término funcionaron como un espejo del humor social y como un recordatorio de que, en la Argentina democrática, la gobernabilidad depende tanto de los votos como de la capacidad del diálogo político.



