Por Santino Girardi

El 2 de abril de 1982 tropas de Infantería de Marina y Comandos Anfibios de la Armada Argentina desembarcaron en las islas Malvinas para enfrentarse al ejército naval más imponente de la historia. El conflicto duró 74 días y terminó con la rendición argentina el 14 de junio de ese mismo año. El costo, gigantesco. Más de seiscientos jóvenes argentinos que nunca volvieron a casa. Una cicatriz en nuestra historia que nunca se va a borrar. Bernardo Doiny fue parte de ese oscuro capítulo de la historia argentina. Vivió la guerra en carne propia. Durante diez años no pudo contar lo que vio. Hoy, habla para mantener viva una memoria que no puede perderse. 

—¿Cómo era tu vida antes de Malvinas?
—Iba a una institución de la colectividad Macabi, hacía deporte, trabajaba y estudiaba. Había ingresado en enero al servicio militar. Tenía 18 años.

—¿Por qué te ofreciste como voluntario? 
—Desde el primer día que vi lo de Malvinas me quise anotar. Yo estaba dentro de la colimba y ya hacía más de tres meses que estaba en una base radarista. Me enteré, apenas empezó lo de Malvinas, de que iban a pedir soldados voluntarios, y no lo dudé. En el momento en que me entero, mis compañeros todavía no sabían nada, porque no habían sido convocados. Me anoté primero. Después hicieron la convocatoria. Primero fueron cinco soldados para Malvinas, que fueron con el radar, buscaron un lugar para estar, donde poner los radares y llevar a cabo toda la logística, y a la semana fuimos doce. Yo estaba entre esos doce.

—¿Recordás qué sentiste cuando llegaste a las islas?
—Sentí una profunda emoción al aterrizar. Primero, por lo que estaba pasando, y segundo, porque nadie iba a las islas Malvinas, se hablaba de ellas, pero no ibas. No había argentinos. Eran todos kelpers. No estaba asustado, sentí mucha emoción. Cuando llegamos nosotros, los ingleses todavía estaban en camino desde Londres. En un momento se creía que nunca iban a venir.

—¿Cómo era el clima entre vos y tus compañeros? 
—Nunca tuve ningún problema. Aunque yo formaba parte de una religión distinta, fui uno más, como cualquier otro. El jefe nunca me hizo notar una diferencia por ser judío. Era, aunque parezca mentira, más humano que militar. Cuando hacíamos guardia, venía y nos preguntaba si necesitábamos algo, nos traía frazadas, comida. Siempre estuvo presente. Nunca me hicieron sentir mal por mi religión, jamás. Es más, nosotros llevamos vehículos Unimog, que son camionetas todoterreno, en las que buscábamos todo lo que venía de los aviones y llegaba al aeropuerto de las islas. Medicamentos, ropa, comida, cartas. En una de esas cargas me mandaron un librito chiquito de rezo y una kipá. A veces lo leía un poco y mis compañeros me decían: “Ya que le rezás a tu Dios por vos, ¿podés pedir por nosotros también?”. Hasta el día de hoy estamos comunicados todo el día, todos los días. Nos juntamos dos o tres veces por año y hablamos todos los días, tanto con los jefes como con los soldados.

—¿Hay alguna historia con tus compañeros que te acompañe hasta hoy?
—Actos. Por ejemplo, teníamos mucha comida en nuestra base, no nos faltaba. Los días de mucho frío hacíamos una olla entera de comida, guisos generalmente, y los llevábamos a las primeras líneas, donde había soldados que no comían durante días enteros. También les juntábamos cigarrillos y chocolates. Esas cosas jamás las olvidé. 

—¿Qué fue lo más difícil de afrontar durante la guerra?
—Hubo dos fechas que recuerdo hasta el día de hoy. Una es el 1° de mayo, que fue el día del “bautismo de fuego”. Yo estaba en la Fuerza Aérea cuando empezó la guerra propiamente dicha. Ese día ya vivimos encontronazos con los ingleses de todo tipo. Por aire, por tierra, por agua. Teníamos 18 años y un total desconocimiento de lo que era una guerra. Pasamos más tiempo en las trincheras que haciendo nuestro trabajo, porque no sabíamos dónde iban a caer, para dónde iban los misiles, no teníamos idea de absolutamente nada. Así fue el primer día, sumamente difícil. Ya después sabíamos dónde podían caer misiles por su zumbido, entonces hacíamos nuestro trabajo más tranquilos. Después, la segunda fecha… Yo digo que tengo dos fechas de nacimiento. Una el día que nací, la segunda, el 31 de mayo. Ese día estaba haciendo guardia cerca de la cabina del radar, a unos cincuenta o cien metros, con otro compañero. Vienen dos suboficiales y nos dicen que por favor nos resguardemos, que veían anomalías en el radar. Mi compañero y yo nos fuimos rápidamente al lado de la cabina del radar, que estaba muy protegida. Sentíamos el zumbido cada vez más cerca. Nos cayó el primer misil a aproximadamente cincuenta metros. El segundo misil impactó a diez metros de distancia. Nos cubrió de tierra completamente, la onda expansiva nos derribó. Las esquirlas volaron a un metro de altura. Por suerte, todos los soldados estaban acostados durmiendo. Les pasó por arriba. Digo que ese día fue el día que mi compañero y yo nacimos de nuevo porque nos salvamos. Después fuimos al lugar donde estábamos sentados antes y estaba absolutamente cubierto de esquirlas. De no ser por el aviso de los suboficiales, no estaría acá contándote esto. 

¿Cómo te mantuviste fuerte durante ese período?
—Uno de los suboficiales tuvo la posibilidad de, a través del radar y otros elementos electrónicos, contactarse con dos radioaficionados. Uno en San Martín y el otro en Merlo. Después del 1° de mayo tuve la suerte de que todos los días, o casi todos los días, mi familia o algún amigo me contactaba. No los veía, pero sí los escuchaba, y ellos me escuchaban a mí. No podíamos hablar absolutamente nada de lo que pasaba, lo único que podía decir era “los pajaritos andan revoloteando”, que quería decir que había aviones por arriba y se podía cortar la comunicación, qué comíamos y cómo estaba el tiempo, no mucho más. 

—¿Te acordás del momento en que te comunicaron que ibas a volver?
—Supimos que se terminaba la guerra cuando nuestros jefes nos comunicaron que se había firmado la rendición. Nos quedamos un par de días más. Todos teníamos que ir hacia el aeropuerto, que estaba como a dos kilómetros de la ciudad. Nosotros fuimos con el Unimog y con una radio para comunicarnos con nuestras familias, porque no sabíamos cuántos días íbamos a estar. Llevamos mucha comida, por si no alcanzaba, y en el trayecto tuvimos que tirar las armas. Me acuerdo de que un día nuestro jefe me dijo: “El día que un inglés ponga un pie en Malvinas, ahí perdimos la guerra”. Era cuestión de esperar que ese día llegara. 

—Cuando volviste y te diste cuenta de que había una narrativa falsa sobre la guerra, ¿cómo te lo tomaste? 
—Era una época militar y ellos no iban a dar el brazo a torcer. Cuando nos enteramos de que decían que estábamos ganando nos lo tomamos mal, porque no era la realidad. Estábamos firmando el tratado de paz para que no entraran a la ciudad. No podíamos hacer nada, no podíamos expresar la bronca con ellos, más que hablar con nuestros conocidos. Una cosa de locos.  

¿Cómo siguió tu vida después de Malvinas?
—Me reincorporé bastante rápido. El 20 de junio volvimos y tuvimos como veinte días de franco. Volví a la colimba, el 1° de noviembre me dieron la baja. Seguí estudiando, trabajando, yendo al club, jugando al fútbol, una vida bastante normal. Igualmente, para hablar una sola palabra de Malvinas tardé diez años. Diez años sin poder contar nada. Nada. No me salía. Primero, la gente a mi alrededor me preguntaba y no contestaba. No sabían el porqué no contaba, si era por algo que me había pasado o simplemente no quería hablar. Generalmente cuando uno viene de la guerra no se habla. Yo no hablé por diez años. Cuando empecé a hablar, me empecé a sentir mucho mejor. No fue de golpe, empecé con palabras. La gente, mi familia, se sorprendía. Hasta que pude empezar a dar charlas sobre la guerra pasó bastante tiempo. 

—¿Cuál es tu relación con el recuerdo de la guerra de Malvinas hoy? ¿Hay alguna imagen o momento que todavía te acompaña?
—Es una época particular de mi vida. Un recuerdo que no me voy a borrar nunca. No le tengo rencor, no le tengo bronca. Los días de mucho frío, según cómo esté el cielo o el clima, digo “Uy, igual que allá”. Más que nada en los inviernos me acuerdo. Recuerdo muchísimas cosas que viví en las islas, pero no lo asocio con el hoy. 

—En un conflicto donde se hablaba tanto de “la patria”, ¿qué significaba esa palabra para vos?
—Combatimos contra el ejército naval más grande de la historia. Fui a defender al país. Eso significa la patria para mí. 

—¿Sentís que como país aprendimos algo después de la guerra? 
—La verdad, no. Tendríamos que estar más unidos. Todo el pueblo se unió en ese momento. Para ayudar, para estar, para acompañar a los familiares de las víctimas. Se hacían colectas para los soldados y donaciones. Pero eso fue disminuyendo cada vez más. Hoy se recuerda el 2 de abril, pero nada más. Se podría hacer más. El pueblo se fue separando. Primero, por cuestiones políticas. Y después, porque pensamos en nosotros mismos, a veces en el de al lado, pero no en el país. Estamos muy desunidos.