Por Inés Yawien

Alejandra Kamiya todavía guarda los primeros dos libros que tuvo en su vida. Uno fue impreso en Moscú y está lleno de ilustraciones rusas. En la última página, le pide al lector que envíe sus comentarios sobre el libro por correo a una dirección específica. El segundo es japonés, al igual que su padre. Se lee al revés de los libros que conocemos; las páginas se pasan de derecha a izquierda. Cuenta ella que lo llevaba a todos lados y se lo sabía de memoria. Ambos libros fueron impresos alrededor de la década del 70 y son de cuentos, el mismo género que Alejandra elige hace años para contar sus propias historias: “Es el lugar natural hacia el que voy cuando me siento a escribir”, asegura. Quien haya leído a Kamiya sabe que no podría ser de otra manera.

¿Cuál es tu primer recuerdo relacionado a la literatura? 
—Creo que es común a mucha gente: cuando mis padres me leían. Escuché hace poco una teoría de Juan Villoro que me encantó, dice que cuando los padres les leen historias a los chicos para que se duerman, se quedan pegadas la idea del afecto y de la literatura. Empecé a tener una relación con la literatura desde ahí. Después, cuando aprendí a escribir, obviamente con los recursos de una persona de cinco o seis años, usaba esa nueva herramienta que me habían dado para expresarme y crear algo nuevo. Escribía cositas, como ideas o escenas. De todas formas, me dediqué de lleno a la literatura ni siquiera de adulta, ¡sino ya vieja! Trabajé 35 años en comercio exterior y en la pandemia tuve que cambiar y ahí me volqué del todo a la literatura. Fue un golpe fuerte para mí.

¿Cómo fue dejar algo estable para adentrarse por completo en ese mundo? 
—Más que dejarlo, el trabajo me dejó a mí. La pandemia fue una sacudida en la economía en general y no podía trabajar más de lo que trabajaba antes. Ya había empezado a escribir, tenía publicados dos libros, y estaba dando talleres hacía mucho tiempo. Por placer más que nada, y después por necesidad.

Ya te habías formado con Inés Fernández Moreno, que falleció hace unos días, ¿qué recordás de ella? 
—En general, hablo de lo que me llevé de Inés de su taller, que fue como mi entrada en la escritura de un modo amable y lúdico. Me divertí muchísimo. Era muy amorosa, muy generosa. El taller se hacía en su casa, un lugar muy lindo. Lo hacíamos en un living vidriado rodeados de un jardín. Ella te servía el té en unas tazas muy delicadas y preparaba cosas ricas. El modo de criticar era siempre muy amable y constructivo. Aprovecho ahora que Inés se fue para aclarar que todo eso fue solo una parte de lo que me dio. Yo seguí siendo su amiga y me enseñó mucho más además de escribir, aprendí sobre la vida hasta el último momento. Me enseñó también cómo morir, porque se fue de un modo hermoso, muy elegante, como era ella. 

¿Y de tu formación con Abelardo Castillo?
—Castillo era lo contrario a Inés en algún sentido. Era súper estricto, la cosa no pasaba por una relación personal, más allá de que yo sé que él me quería mucho y era muy amoroso conmigo en particular. Me trató de un modo especial, tuve esa suerte, pero no era mi amigo. Él generaba una relación claramente de discípulo-maestro. Lo más valioso que me llevé de Abelardo es su actitud frente a la literatura. Castillo vivía para la literatura, para leer y escribir, esa era su vida. 

A la hora de escribir, reflejás varios elementos no solo de tu historia, sino de tu vida cotidiana. ¿Cómo es el proceso para que eso llegue a formar parte en alguno de tus cuentos? 
Sartre decía que hay que dinamitar la propia vida y construir con los escombros. Es algo así, no sé si con tanta violencia, pero sí tomo los elementos de lo que me rodea. Es lo que tengo a mano. Me ahorra mucho trabajo inútil. Por ejemplo, no me llama la atención por ahora escribir sobre un período histórico sobre el que tendría que investigar, porque lo que tengo a mano me sirve para hablar de lo que quiero. Obviamente no son esas minucias de la vida cotidiana sino temas más profundos a los que me interesa acercarme en forma de pregunta, no de respuesta. Nunca doy respuestas. Es un trabajo muy contemplativo, de no juzgar y quedarme mirando eso que me interesa sin esperar ni querer agregarle nada, solo mirando a ver qué pasa. Siempre pasa algo. Ese es el proceso que transforma los elementos de la vida cotidiana en algo literario

—¿Hay aspectos de tu vida que al retratarlos pudiste terminar de entender y sanar? ¿O primero hace falta completar ese proceso para después poder escribir sobre ellos?
—Para mí es muy sanador escribir. Me ayuda a entender y a atravesar momentos. A veces cuento cosas del pasado, pero otras escribo en el medio de la batalla. Es difícil pero me ha resultado interesante, “intenso”, como se dice ahora. Hay una frase que me gusta mucho de John Fante: “Mi dolor dará frutos”. Hay una transformación ahí. No es un dolor que se queda como una piedra, es algo que florece y se transforma en un fruto, algo que alguien puede tomar y disfrutar. Me encanta esa idea. Me pasó con algunas cosas de mi vida y me sigue pasando. No siempre es algo doloroso. Por ejemplo, hay algunas escenas que son literales que viví con mi papá y me parecen muy hermosas. Apenas terminaban, me sentaba y las escribía rápido. De hecho, tienen muy pocos recursos literarios, porque las quería escribir casi como una crónica. De ahí surgieron historias como “Las grullas de Idemizu” y “Mi poema favorito”. Son cosas que no quiero que se me vayan y trato de capturar. También tienen algún costado literario. 

—¿La cultura japonesa tiene algún punto de contacto con la argentina? ¿Qué elementos de cada una tomás para tus historias? 
—Trabajo de un modo muy intuitivo. Me siento y pongo las manos en la masa sin fijarme de dónde tomo ideas. Fijo la vista en ese trabajo que estoy haciendo y manoteo recursos y herramientas de donde puedo. Por dentro estoy toda mezclada, no separada en un lado japonés y otro argentino. Por eso también me resulta interesante escribir, porque cuando ya terminé puedo mirar en mi trabajo aspectos bien latinos, bien argentinos o bien japoneses. Las culturas son antitéticas casi en todo, eso es lo que me resulta más interesante. 

¿Qué tiene el formato cuento que te hizo elegirlo durante tanto tiempo?
Hay muchísimas cosas del cuento que me resultan muy afines a mi modo en general de vivir. La síntesis, la intensidad. Nada puede estar de más, entonces todo es esencial. No hay adornos ni muchas vueltas. Al mismo tiempo, la gracia del cuento para mí es que lo que no se dice suele ser lo central. Ese modo me resulta muy familiar, me siento muy cómoda. No hay nada de encasillamiento, sino que es el lugar natural hacia el que voy cuando me siento a escribir. De hecho, ahora estoy escribiendo dos novelas y tengo que hacer más esfuerzo para acomodarme a otros formatos.

¿Te propusiste incursionar en las novelas o sentiste la necesidad de expresarte así? 
—En uno de los casos, quería retratar algo que necesitaba ser escrito en una novela y que no cabía en un cuento. En el otro, de manera fragmentaria, fui escribiendo textos muy cortitos sobre un tema y cuando me di cuenta era tal el volumen que tenía, que estaba yendo hacia una novela. De manera fragmentaria, pasito a pasito, sin buscar la totalidad. Ahora me está costando mucho sentarme a escribir por el tipo de vida que llevo, es difícil encontrar tiempo, pero internamente estoy siempre trabajando en eso. Me sobran ideas, es cuestión de abrir los ojos y el mundo te ofrece historias a borbotones porque está hecho de ellas. No se trata más que de abrir los ojos un poquito y dejar que vengan a uno.

¿Cuál sentís que es la particularidad de los tiempos que estamos viviendo? ¿Hay algo de la realidad que afecte tu obra? 
—Sí, por supuesto. Más allá de que soy una persona que vive bastante en la estratósfera, estoy atravesada por mi tiempo, no puedo evitarlo. Como valores de esta era me atraviesan la velocidad, la… no sé si llamarla frivolidad o cierta superficialidad que hay en todo. Después cosas más de coyuntura. El lugar en el que se está poniendo a la cultura hoy en día, el lugar en el que se pone a los valores con respecto a, por ejemplo, el dinero. Por momentos parece que lo único que importa es ir rápido y tener dinero. No me siento identificada con esos valores. Hay un documental donde Hayao Miyazaki, el fundador de Studio Ghibli, dice “yo no soy de este siglo, soy del siglo pasado”, y yo también. Pertenezco totalmente a un siglo más lento, más preocupado por otras cuestiones que hoy parecen inútiles. 

—Y todo esto, ¿alimenta un poco tu forma de expresarte o atenta contra eso? 
—Más allá de que me mantengo bastante en mi planeta, vivo en constante fricción con estas cuestiones con las que no me identifico. En algunos momentos existe fricción y en otros andamos paralelos. Yo sigo mi camino sin que nos toquemos, con mis valores y mis ideas. No soy una persona conflictiva, no me gusta, entonces si lo puedo evitar, lo evito.

¿Por qué pensás que la gente tiene una conexión tan íntima con tus historias y las cosas que contás?
—Una vez alguien me dijo algo que me conmovió mucho: “¿Sabés por qué la gente te quiere tanto? Porque lo das todo”. No quiero mandarme la parte, pero es verdad que lo doy todo. No quiero guardarme nada para mí. Creo que lo puedo decir porque la gente se daría cuenta si no fuese verdad, si fuese solo que lo estoy diciendo. Lo que hago es muy auténtico para bien o para mal, porque también todos mis desastres están expuestos, pero no me guardo nada, ni lo malo ni lo bueno.