Por Matías Riso

Natalia Aguiar cubrió durante más de ocho años la Corte Suprema de Justicia. Lo hizo como periodista acreditada por el diario Perfil y la Revista Noticias, pero también con la mirada de una abogada acostumbrada a leer entre líneas. De esa doble condición nació en 2017 el libro El señor de la Corte, en el que expuso la corrupción interna y el poder concentrado en torno a uno de los jueces del máximo tribunal, Ricardo Lorenzetti. Poco después de su publicación, la obra fue retirada de las librerías bajo el argumento de un error de imprenta. Aguiar asegura que, en realidad, se trató de censura encubierta

¿Tenías alguna relación o trato con Lorenzetti o con la Corte Suprema antes de escribir el libro?
Sí, porque yo trabajaba en Perfil como representante en el área de la Corte. Todos los martes, durante años, Lorenzetti recibía a un grupo limitado de periodistas de Clarín, La Nación, Crónica, El Cronista, Diario Judicial. Teníamos un vínculo cercano y respetuoso, pero cuando empecé a publicar información que no le gustaba sobre contrataciones, fondos del Consejo de la Magistratura y vínculos políticos de la Corte empezaron las advertencias. Me llamaban al diario y me decían que tuviera cuidado, hasta que directamente me dijeron que por una semana no publique. Nunca volví a hacerlo. 

¿Cómo percibías su poder dentro de la Corte? 
-Al principio me parecía amable, simpático, hasta seductor. Pero cuando empezás a publicar lo que no le gusta, muestra otra cara. El punto de inflexión fue con la Ley de Medios. Ahí comenzó la persecución. Yo tenía reuniones con gente de la Corte, con empresarios, con periodistas. Después de varias notas sobre corrupción en el Poder Judicial, recibí advertencias telefónicas y personales. Había operadores vinculados a Lorenzetti, al radicalismo y también al kirchnerismo. Entendí que algo pasaba y decidí hacer el libro. 

Durante la investigación surgieron datos que sorprendieron incluso a la autora: “Cuando viajé a Rafaela me contaron que él había sido Montonero. Su apodo era ‘el Mono’. En su juventud entregó a un compañero para poder escapar. Después, conociendo su modo de actuar, entendí que siempre operó igual: con apariencia de legalidad, pero haciendo todo lo contrario.” 

¿Cómo fue el proceso de investigación del libro? 
-Yo ya tenía mucha información acumulada y muchas fuentes del Poder Judicial que me ayudaban. Cuando me sacan la posibilidad de publicar, dije: “De todo esto hay que hacer un libro”. Empecé a cruzar datos, a buscar documentación y entrevistas con arquitectos, funcionarios y gente que había visto de cerca las irregularidades. El libro se fue armando con años de trabajo y con ayuda de justicieros que pensaban igual que yo.

En ese tiempo llegaron también las presiones más duras. “Me mandaban operadores que me amenazaban con que me iban a cortar las piernas”, recuerda. Una de las reuniones más tensas fue en el hotel Alvear. “Me preguntaron si tuviera una cajita de madera, cuál sería la cifra de la felicidad: cuatro millones de dólares, quince, veinte. Yo estaba con mi amiga, que se puso nerviosa, y les dije que esto no era por dinero. Lo hacía por convicción.” Fue después de ese episodio que logró lo que había buscado durante meses: una entrevista con el propio Lorenzetti. Esa conversación se convirtió en el capítulo final del libro. 

¿Qué pasó en ese encuentro? 
-Cuando llegué, me pidieron que dejara los celulares y el grabador. Él me dijo: “Natalia, ¿por qué no me dijiste que te censuraron? Te hubiera ayudado”. Le respondí que me había dejado sin trabajo, que había perdido todo por hacer periodismo. Se quebró, lloró, bajó la cabeza. Pero ya era tarde. Yo le había pedido esa entrevista muchas veces y siempre me la negaron. Después de la censura en Perfil, recién ahí accedió. 

¿Y cómo fue el momento en que te enteraste de la censura al libro?
-Me llamó la editora y me dijo que habían tenido que sacar los ejemplares porque el pegamento de las tapas no había funcionado. Fue una excusa. Mi amiga, la periodista española Carmen de Carlos, me dijo enseguida que me estaban censurando. Después supe que hubo dinero de por medio, que operadores vinculados a Lorenzetti habían pagado para que el libro desapareciera. 

¿Sentiste miedo por tu vida o por tu familia? 
-Sí. Entraron a las oficinas de mis padres en Salta, me siguieron, me amenazaron. Me decían que me iban a cortar las piernas. Yo lo denuncié y siempre lo hice responsable a Lorenzetti. Sentía que mi vida estaba en riesgo. Dejé de andar en bicicleta, cambié mi rutina, pensé que un día iba a aparecer muerta. Ese temor sigue hasta hoy. 

Después de todo lo que viviste, ¿cómo ves la relación entre el poder judicial, los medios y la libertad de expresión? 
-Es una relación muy tirante. Los medios grandes son corporaciones y, cuando un periodista molesta, lo corren. El poder no tolera que lo investiguen. Un colega de un medio muy importante me dijo: “Yo tengo prohibido publicar por ahora”. Lo ascendieron y le pagaron más, esa es otra forma de censura. La Corte maneja la pauta judicial y puede decidir a quién se le paga y a quién no. Y eso se replica en los gobiernos. Por eso digo que la libertad de expresión en la Argentina es muy frágil. Ahora mismo lo vemos: Milei bajó un poco los decibeles, pero es un gran censurador. Al poder no le gusta que lo cuestionen ni de un lado ni del otro. 

¿Y qué consecuencias tuvo el libro para tu carrera?
-Fue muy duro. Me quedé sin trabajo, me cerraron las puertas de los medios. Pasé a ser la periodista problemática, pero también recibí apoyo de colegas y de la sociedad, incluso de quienes no estaban de acuerdo con el contenido del libro. Me ayudaron a presentarlo en la Feria del Libro cuando la editorial ya no quería exhibirlo. Fue un aprendizaje doloroso, entendí que la censura no siempre es prohibir, a veces es aislarte. Hoy vivo en Salta, trabajo como abogada, escribana y periodista. Soy mamá de dos hijas. Trato de tener una vida tranquila, pero sigo escribiendo. No bajé los brazos. 

-¿Qué le dirías a los jóvenes periodistas que quieren investigar al poder como hiciste vos? 
-Que no hay que tener miedo, hay que seguir investigando. El periodismo tiene la capacidad de dar vuelta la historia. Pero hay que hacerlo con respeto, con cuidado y con convicción. Se necesitan más periodistas jóvenes que crean en esa utopía. Siempre que uno vaya con la verdad, con la información chequeada y sin fanatismos, se puede avanzar. 

La libertad de expresión, dice, a veces se vuelve un ideal. Pero incluso después del miedo, de las amenazas y del silencio impuesto, Aguiar sigue escribiendo. No por heroísmo, sino por convicción: porque contar la verdad sigue siendo la única forma de no ser cómplice.