Por Sabrina Lopardo Chemen

Mónica Dawidowicz nació en el Ghetto de Lida, en Polonia; no sabe en qué año, pudo haber sido en 1941. En el sótano de la casita donde vivía su familia y otra familia más, su abuela fue su partera. Tres meses después, la pasaron por debajo de un alambrado para salvarla.

Estuvo años cambiando de país y nombre. Al terminar la guerra, el Congreso Judío Mundial se hizo cargo de ella. La llevaron a Suecia, donde vivió en un orfanato. A los 6 años pasó por Uruguay para llegar a Argentina -donde vive actualmente- y quince años más tarde se fue a vivir a Israel. Es Rojele, es Irina, es Raquel, y es Mónica.

-¿Ocultaron tu nacimiento en el Ghetto?

-Mi familia entró al ghetto antes de que yo naciera, mi mamá estaba embarazada. No había por qué ocultarlo, pero tampoco había hospital para ir, no había esos espacios. De hecho, no fui inscripta.

-¿Sabés qué día naciste?

-No. Tengo los parámetros: nosotros, mis padres, entramos al ghetto en septiembre de 1941. El 8 de mayo de 1942, yo ya no estaba ahí. En esa época habré tenido unos dos o tres meses, cuatro quizás. Era invierno: nací en noviembre, diciembre, enero o febrero. Ese es el margen.

Mónica Dawidowicz festeja su cumpleaños el 20 de junio, la fecha que anotaron en su pasaporte polaco cuando salió del país. Sin embargo, aclara: “Nunca puede ser el 20 de junio de 1941, porque en ese momento todavía los nazis no habían entrado a Lida”.

Una vez que la sacaron del ghetto, Dawidowicz fue a vivir con una familia polaca: los Shipula. Su padre salía del ghetto todos los días para trabajar e hizo contacto con la familia que la cuidó hasta que terminó la guerra. De poder decidir, se hubrían quedado con Irina toda su vida. “En ese momento pasé de ser Rojele Mofsovich a ser Irina Shipula”, cuenta Mónica hoy. Sus padres intentaron salvar de la misma manera a sus tres hijas, pero solo lo lograron con ella y con su hermana mayor.

-¿Te acordás algo de tus padres o de tu hermana del medio?

Recién cuando llegué a Uruguay, a los 6 o 7 años, comienzan mis recuerdos. Lo que me ocurrió fue una amnesia en relación a todo lo anterior. La memoria es inteligente, elige qué retenés y qué no.

-¿Cómo te enteraste de tu historia?

-Lentamente, a cuenta gotas. Más o menos a los 14 años. De escuchar historias de adultos, esas historias esquivas: “Esta es la nena que ustedes trajeron”, “esta es la nena de la guerra”. Y por cartas y documentos que había en casa. Los niños no oyen, no saben, no ven…pero los documentos estaban en un cajón y yo miraba ese cajón. Estaban en inglés, y alemán, que es parecido al idish, y yo idish sé. Si había palabras latinas, las adivinaba. Además, no había una sola foto de mí bebé con mis papás-tíos. Fui construyendo la historia y se hizo más o menos claro el panorama. Cuando tomé fuerzas, a los 14 años, hablé con ellos, les dije que sabía que no eran mis padres. 

La sobreviviente sabe español, hebreo, idish e inglés, y entiende alemán. Su primera y segunda lengua, el polaco y el sueco, desaparecieron. Coinciden con el pedazo de su vida del que no tiene ningún recuerdo. Mónica Dawidowicz es simpática, fuerte, determinada, valiente, increíblemente lúcida. Escribió un libro, “Todos mis nombres”, en el que cuenta su historia. Mientras comía su almuerzo mandó un whatsapp a su nieta, a la que luego iba a ir a buscar a la escuela.

-¿Tenés algún miedo?

-Yo no tengo miedos.

-Es increíble que te hayan pasado por debajo de un alambrado para salvarte…

-Es algo que no se puede pensar con la cabeza de hoy. Imaginate una situación de guerra, de nazis dispuestos a todo, una población encerrada en un perímetro, sin comida, sin servicios, y lo que alguien puede hacer en esas condiciones. Un día mi familia desoye una orden de los nazis de ir al playón del ghetto. No fueron porque ahí hacían selección: quién va a la muerte, quién vuelve, quién queda. Así que se escondieron todos en el sótano menos yo, a mí me dejaron arriba porque podía ser que gritara o llorara. Era bebé, podía delatarlos a todos. Podés pensar: “Esos padres, ¿cómo la dejaron así?”. Pero no es con esa cabeza que se vivía. Lo mismo con respecto a entregarnos. Nuestros padres lo intentaron con las tres, mi hermana del medio no aguantó y corrió el mismo destino que mis padres. Cómo unos padres pueden entregar a sus hijas bebés… Hoy, siendo mamá y abuela, pienso que hay que amar mucho para poder hacer una cosa así.

-¿Por qué tus papás no intentaron salir?

-¿Salir a dónde? No había dónde ir. Mucha gente que estaba afuera del ghetto trataba de entrar; al menos ahí estaban todos juntos, con su familia. Los mataban en las calles, o los buscaban en sus casas: no era un seguro de vida estar fuera del ghetto. El de Lida era grande, bastante bien organizado, en la organización judía. Los nazis no permitían la entrada a los ghettos: querían que la gente que estaba dentro fuera muriendo, no que cada vez hubiera más personas. Así que para poder entrar, hacían documentación falsa, como que eran de Lida. En mi caso, si hubiese sido varón no me hubiesen acogido, porque hubiese estado circuncidado. La gente se conocía, y, además, delataba. Un tío mío, que era uno de los que hacía la documentación falsa y estaba bien posicionado económicamente, antes de entrar al ghetto entregó todos su valores a un amigo de él. Por lo de los documentos, a mi tío lo persiguió la Gestapo, así que se escapó y fue a la casa del hombre: “Estoy en peligro, necesito quedarme hasta mañana”. El hombre, esa persona que era su amigo y a la que le había dejado todos sus bienes, le dio tres minutos para que se fuera, o lo delataba. Se tuvo que ir corriendo. Los que sí salieron del ghetto, que fueron muchos, lo hicieron como partisanos. Partisanos se llama a los que salieron con armas y lucharon afuera, en el bosque. Ese tío mío, su esposa, y un primo, que también sobrevivió, fueron partisanos. En los bosques luchaban contra los nazis, y se protegían.

-¿Cómo luchaban?

-A mí también me costaba imaginarlo, hasta que fui allí y vi los bosques: son inmensos, tupidos. Los nazis no conocían estos lugares, no se animaban a meterse porque los podían emboscar, que es lo que hacían. Mucha gente se salvó siendo partisana, pero vivió en condiciones terribles.

-¿Y por qué tus padres no fueron partisanos?

-Si mi hermanita se hubiese quedado con la familia a la que la entregaron, no sé qué hubiera sido de ellos, si es que hubieran ido a los bosques o no. De hecho, este primo salió el día antes de que mataran a todos los que vivían en el ghetto, porque sabía lo que iba a pasar. Vio a mis padres, y ellos no fueron con él. Por eso, sabemos que al día siguiente los llevaron al campo de exterminio de Majdanek.

Mónica conoce a sus padres, Shaike y Nejama, y a su hermana Neja, por fotos. No de la época en la que ella nació, sino de antes. Tiene fotografías de sus padres de cuando estaban de novios, y otra de sus dos hermanas.

Con la mayor, Esther, que también sobrevivió, se reencontró a los 21 años, en Israel. “Siempre estuvimos en contacto. Antes de que supiera mi historia, mis tíos-padres me decían que le hiciera dibujitos y que nos escribiéramos cartitas en idish con una hermana que no hablaba castellano y que vivía en Israel; algo no cerraba. Ella siempre supo dónde estaba yo. Incluso, cuando estaba yo con los Shipula, vino a visitarme con una tía, también sobreviviente. Tardamos en reencontrarnos porque, para ese momento, que una familia de clase media viajara a Israel no existía.

Sus dos hermanas, Neja (10 años) y Esther (8 años) en Lida, Polonia, en 1936 

-¿A quiénes considerás tus padres?

-A todos.

-¿Volviste a ver a los Shipula?

-Yo sabía sus nombres por las cartas. Mi tío por parte de mi mamá se mantuvo en contacto con ellos siempre, y cuando volví de Israel me lo contó. Me dio la dirección. Ellos, quienes fueron mis padres, ya no vivían. Vivían el tío y la abuela, a quienes fui a visitar.

-¿Por qué eligieron Argentina para vivir?

-Fue una decisión familiar. Los sobrevivientes de mi familia sabían dónde estaba cada persona, tenían un seguimiento, y querían juntarnos otra vez. Se resolvió que yo viniese a la casa de mis tíos paternos, que no tenían hijos. Había familiares en Estados Unidos, Uruguay y Argentina.

-Dentro de los ghettos, ¿se sabía lo que pasaba?

-Información llegaba; del frente, de cómo iba la guerra. Por distintas vías, por mucha gente que entraba y que salía. A veces llegaba información tardía, otras veces distorsionada. Pero se sabía que había matanzas, que estaban llevándose gente en transporte. Información había. Pero estamos hablando de miles y miles de pueblitos. A cada lugar la información llegaba de manera distinta.

-¿Sentís algún peso por transmitir tu historia?

-No es un peso ni una obligación, es una responsabilidad. No para transmitirla como una historia personal, sino para que se sepa qué es lo que tenemos que prevenir y cuál es el lugar de cada uno. Hubo perpetradores, asesinos, colaboradores, víctimas, protectores. Si hubiese habido muchos más protectores como los de mi hermana o los míos, si la comunidad internacional hubiese tomado otra posición, todo hubiese sido distinto. Esto pasó y las historias a veces se repiten. De hecho, se han repetido. Vimos a los tutsis con los hutus matándose, estamos viéndolo en Siria, y el mundo no hace nada. ¿Quién los protege? Ahora estamos en la época del bullying, desde chiquitos esto empieza así, odiando al diferente, al otro. ¿En qué puede terminar? Frente a esa responsabilidad es que me comprometo.

-¿Creés que puede volver a suceder el Holocausto?

-Yo creo que sí. Y está ocurriendo. Mirando los diarios del último año, ¿en cuántos lugares distintos hubo actos antisemitas, con muertes? Y ni cuentes las esvásticas en las puertas de sinagogas o colegios. Son comunidades en peligro en países donde no hacen nada. Hay que estar atentos y no callarse.