Por Sabrina Lopardo Chemen

A veinticinco años del atentado a la AMIA, que dejó 85 muertos, más de 300 heridos y ningún preso, Diario Publicable habló con sobrevivientes y familiares de víctimas para conocer sus historias y cómo es vivir con una herida que no cierra.

Jorge Beremblum, sobreviviente, trabajaba en la AMIA

-Hubo distintas reacciones. Yo salí rápidamente con lo que tenía puesto, no me llevé documentos ni nada. Hubo gente que se quedó para intentar ayudar. Otros se quedaron paralizados porque su estado de shock no les permitió moverse. Caminé una cuadra y media, fui para la calle Córdoba. Me quedé petrificado un rato, hasta que tomé el primer taxi que pasó. El chofer estaba tan shockeado como yo. Se dio cuenta de dónde venía, tenía polvo en mi ropa. Él me preguntaba y yo le contaba.

Mi esposa salió de casa a las 10. El hombre del puesto de diario sabía que yo trabajaba en AMIA, y me contó que cuando la vio salir con mi hijo no se animó a comentar lo que había pasado. Mi familia escuchó la radio en el auto, pegaron un volantazo y fueron a AMIA. Hasta que nos encontramos fue un calvario.

Empezaron a llover llamados a casa. Algunos me dijeron que no se atrevieron a llamar. A la semana empecé a recibir llamados que decían “de esta te salvaste, de la próxima no. Me tomaron declaración por eso, pero nunca supe más nada. Hacía 25 años que trabajaba en AMIA. Imaginate lo que fue volver después de eso. Trabajé 18 años más. Retomamos la actividad de a poco: primero dos horas, después cuatro. Permanentemente pensaba: “¿Qué estoy haciendo? Si me pueden volar en una bomba.

-Sofía Guterman, madre de Andrea Guterman, víctima

Andrea sabía desde siempre que iba a ser maestra jardinera. Le gustaban los chicos. Decía que los chiquitos y los ancianos son los más desprotegidos de la vida. Si veía un viejito que iba a cruzar, tenía que salir a ayudarlo. Tocaba la flauta dulce y componía canciones para los nenes. Quería casarse y que fuéramos todos a vivir al interior. Decía que acá la gente no se conoce ni se ayuda. Luego de un tiempo, cuando daba charlas en escuelas de las provincias, me tomaba el micro a la mañana y volvía el mismo día a la noche.

Me instalé con mi computadora en la habitación de Andrea, que sigue igual. Escribí cinco libros. En el primero le cuento cómo cambió todo: los barrotes alrededor de las instituciones, cómo cambió la vida. Después empecé a escribir poemas para mi hija. Me llamaban la señora de los poemas.

Sofía Guterman.

Los familiares sugerimos revisar los libros de migraciones del país desde antes de 1992, que fue cuando se atentó contra la Embajada de Israel. Un funcionario nos dijo que esos libros estaban en un galpón lleno de ratas, arruinados. Tiempo después, el ex presidente Fernando de la Rúa nos dijo que los documentos estaban sanos.

Al juicio fui todos los días. Dijeron que iba a durar 15 meses y duró casi tres años. Los abogados me decían que cada día volviera a mi casa por un camino diferente. Escribí un libro sobre el juicio, ahí dije que las ratas usaban traje y corbata. Quería saber si mi hija había sufrido. En la fiscalía no nos dejaban ver las autopsias. En un cuarto intermedio fuimos junto a dos padres más y finalmente nos dieron las de Andrea, Sebastián Barreiro y Ricardo Said. La miré en el colectivo. Mi preocupación sobre el tema menguó.

El siguiente libro fue “La gran mentira”. Porque todos nos mentían. Porque la vida les mintió a 85 personas que tenían un futuro. Porque también la vida nos mintió a nosotros que teníamos un futuro junto con ellos. La tapa es una justicia corrupta, con la venda medio salida y con las balanzas desniveladas.

Andrea junto a sus padres.

Por seis meses fui todas las mañanas a donde vivía Andrea con su novio. Desenchufé la heladera, saqué todo. Cuidaba las plantas y dejaba la casa abierta porque me parecía que si las cortinas se movían había vida en la casa.

Cuando nos íbamos de viaje con mi marido, el día que volvíamos, Andrea compraba comida para que no tuviéramos que salir y ponía guirnaldas y un cartel que decía “Bienvenidos, padres”. La primera vez que volvimos de viaje después del atentado, el novio de Andrea hizo lo mismo.

Un día nos llegó una carta sin remitente y escrita a pluma. Era de Bergoglio. Decía que había leído uno de los libros, que reza por las víctimas, y que nosotros rezáramos por él.

Hugo Fryszberg, sobreviviente, subjefe de personal en AMIA

-Volví a entrar. Me colgué de la loza, bajé por la cornisa, por una escalera. Adentro ya no había gente. Cuando vi mi oficina tomé conciencia. A las 11 de la noche sonó el teléfono de mi casa. Me dijeron que AMIA no podía parar, que esté listo el próximo día a las 6 de la mañana, así que seguí trabajando.

Tiempo después, empecé a tener pesadillas, miedo a la oscuridad. Si siento olor a amoníaco, uno de los componentes de la bomba, se me seca la garganta, me hace lagrimear. Hace unos cinco años hicimos terapia con algunos familiares de víctimas y sobrevivientes para ayudarnos entre nosotros.

Ana María Czyzewski, sobreviviente y madre de Paola Czyzewski, víctima. Trabajaba en AMIA

-Se supone que en la lógica de la vida no hay que perder un hijo. De un segundo a otro pasamos de ser cinco a ser cuatro. Se les ocurrió poner una bomba, cayera quien cayera. A mí se me cayó Paola.

Ana María.

Yo estaba sentada en un escritorio y ella había ido a buscar un café al bar de enfrente. Primero, cuando escuché la explosión, pensé que había estallado la caldera, pero después nos dimos cuenta de que no había edificio.

Paola.

A Paola le daba miedo que yo siguiera yendo a la AMIA después del atentado a la Embajada de Israel. Hubo una amenaza de bomba meses antes de julio de 1994. Yo le decía: “Cuando te avisan, no va a pasar”. Pero pasó.

Raquel Fainstein, sobreviviente, Jefa de Personal en AMIA

Jamás me dieron nada. Nadie nos apoyó, tuvimos que rearmarnos por nuestra cuenta. Yo era la segunda más antigua en la Mutual. Toda mi vida trabajé ahí. Después no volví, quedé muy mal. Pasó el tiempo y me costó mucho entrar cuando se hizo el nuevo edificio. No es lo mismo esa puerta que la que entraba todos los días.

Olegario Ramírez, que trabajaba en maestranza, se había tenido que operar del corazón un tiempo antes. Le dije que estuviera tranquilo, que todo iba a andar bien. Un tiempo después, Olegario se reincorporó. Se salvó de semejante operación, pero falleció en el atentado.

Mirta Satz, sobreviviente

Mi hija, que en ese momento tenía seis años, sentía mucho miedo de que algo pasara de golpe, la sensación de que algo pudiera sucederme. Durante mucho tiempo estuve muy angustiada, callada, ensimismada. Ese sentimiento de tristeza a veces vuelve. También me quedó una cuestión relacionada con la incapacidad para comer. Tuve bajas de peso importantísimas, tomaba sólo suplementos dietarios porque no podía comer.

Poco tiempo después del atentado, el Estado sacó una ley de compensación para familiares y sobrevivientes con lesiones graves o gravísimas. Incluía lo psicológico, pero con caducidad de alrededor de 120 días. Fue de las únicas leyes argentinas relacionadas con delitos de lesa humanidad, sino la única, que prescribió. Este tipo de ley es universalmente imprescriptible. Al igual que otros sobrevivientes, no me enteré de la ley a tiempo.

Miguel Salem, sobreviviente. Trabajaba en AMIA

Me costaba relacionarme con los familiares de víctimas. Ellos eran los más afectados por el atentado y yo sentía que, al haber salido ileso, no tenía derecho para pedir o para aceptar cómo me pudo haber afectado.

En su momento, la AMIA, incluso con fondos que vinieron del exterior, brindaba al que quisiera asistencia en general: psicológica, médica, psiquiátrica. Aunque había que pedirla. Hasta hoy, si uno pide, la dan.

Si bien tuve algunas reacciones psicosomáticas, estuve mejor ni bien ocurrió el atentado que dos años después, cuando empecé a angustiarme. Uno de mis hermanos me ayudó mucho. Yo no sabía que esa emoción tenía que ver con el atentado, hasta que en 2001 me fui a vivir a Israel. Cuando en la tele avisaban que ese día iba a haber tres atentados, me daba mucho miedo. Ahí caí en la cuenta.

Daniela Alguea, hermana de Silvana Alguea, una de las víctimas.

-Todos los días después del atentado me llamaba la preceptora para que fuera al colegio y no me quedara libre. Decía que me estaban esperando, pero no tenía ganas de hacer nada. Tenía todo un futuro determinado con mi hermana, una carrera por delante. Aceptar es difícil.

Como dos días después de la explosión, nos dijeron que desde un edificio que estaba atrás de la AMIA se escuchaban voces en el cuarto piso, que era donde trabajaba mi hermana. En ese momento tuve esperanzas de que pudiera estar viva.

Marita Duniec, hija del sobreviviente Silvio Duniec


Silvio Duniec.

-Mi papá ayudó mucho con la investigación, en todo lo que pudo. Fue muy activo. Para el momento del atentado tenía una agencia de Lotería enfrente de la AMIA. Estuvo muy golpeado, muy lastimado, y el Estado nunca le ofreció asistencia. Con la bomba perdió el negocio y tuvo que indemnizar a los empleados. Le fue muy difícil económicamente, pero manejó bastante bien ser sobreviviente.

Ker Weinstein, hija de la sobreviviente Anita Weinstein y ex cuñada de Ileana Mercovich, una de las víctimas

-La noche anterior tuvimos una cena familiar en la que Ileana dijo que quería buscar trabajo. Se comprobó que el día del atentado entró a la Mutual porque su auto estaba estacionado cerca. La encontraron una semana después en lo que era la Bolsa de Trabajo.

Ker Weinstein.

Fui con algunos familiares a buscar a mi mamá. Mi abuela, sobreviviente del Holocausto, estaba totalmente en shock. Me acuerdo de la desesperación, del caos total: no se sabía quién había sobrevivido ni qué había pasado. También me acuerdo delas topadoras levantando los escombros, llevándose evidencia.

Si uno no ayudaba, no pasaban las horas. Con algunas personas más hablábamos con los familiares en unos cuartitos con una máquina de escribir. Ellos describían físicamente a quienes buscaban, nos decían si tenían anillos, por ejemplo. Y yo escribía. Así durante una semana. Muchos familiares tenían la esperanza de que hubiera gente deambulando por la ciudad en shock. En paralelo se organizaban voluntarios. Para ellos se aceptaba café y comida, hasta que una vez mandaron café con kerosén. Todo fue muy cruel.

Anita Weinstein.

Los gobiernos siempre dicen: “Lo vamos a esclarecer. No permitiremos la injusticia”. Da un poco de esperanza, pero después la desilusión es constante. Lo único que les importa son sus intereses. Los juicios también son parte de la desilusión.

Son las 85 víctimas, sus hijos, sus sobrinos, sus padres, todas las familias.