Por Tatiana Scorciapino
El fotoperiodismo documenta momentos. Para documentar, hay que estar. Y Pepe Mateos está. Está en la calle. Está con los trabajadores. Con Kosteki y Santillán y con los enfermeros del Borda. Arrancó su carrera en 1987 en el Diario del Neuquén, pero antes de dedicarse de lleno a la fotografía estudió cine, aunque sus profesores del secundario le insistían para que fuera ingeniero porque, para ellos, sacar fotos era sólo un hobby. “Hoy en día, la fotografía está muy reconocida como actividad, pero el Estado no hace eco de eso. Debería haber un reconocimiento, como lo tienen la música y el cine, en donde el Estado cumpla la función de financiar proyectos, de hacer archivos, de poner a la fotografía en un lugar de cierta categoría”, dice mientras el movimiento de sus manos acompaña su bronca.
Esta no es la primera vez que le hacen una nota, y se nota. Su deseo de no responder las mismas preguntas afloran en cada palabra, pero sabe que será inevitable hablar acerca de aquel 26 de junio del 2002, momento crucial para su carrera. Desde ese día, se convirtió en el fotógrafo que capturó el momento en el que la policía asesinó a los militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, en el Puente Avellaneda. Sus fotos ilustraron la tapa en la que el diario Clarín culpó a la crisis por esas dos nuevas muertes y no a la furiosa represión que esparcía el gobierno de Eduardo Duhalde.
Aunque sabe que es, en mayor medida, reconocido por esa secuencia, su relación con la fama no es tan estrecha: “El reconocimiento autoral es importante. Es lo que te permite seguir llevando a cabo tu actividad: te habilita lugares y te abre caminos. Sin embargo, hay que salir un poco del foco, más allá del hecho en sí del derecho de autor. Está bueno correr un poco la vanidad. No hago fotos sólo para que pongan mi nombre en un epígrafe, yo trabajo por un sinfín de otras cosas, como comunicar, visibilizar y dar entidad a la gente, a situaciones. Eso va mucho más allá del hecho de ser reconocido en la calle, eso es una cola aledaña que acompaña al oficio”, reflexiona quien formó parte del staff del gran diario argentino entre 1992 y 2016. Allí cubrió los más variados hechos, pero sostiene que existe una década sin precedentes: los 90.
-¿Los medios estaban atentos a las demandas sociales entre tanta pizza y champagne?
-Los movimientos piqueteros y de desocupados nacen en los 90, pero empiezan a tener sentido a partir del 2002. En ese momento eran sólo expresiones que estaban al costado de la sociedad, que seguía viviendo en otra vereda. A nivel periodístico, hubo muchas coberturas de las primeras rebeliones, como Cutral Có. Sin embargo, en esa época la idea de lo social y político estaba muy en el aire. Los medios cubrían estas respuestas sociales, pero sin mayor relevancia. Se veía como unas (otras) manifestaciones normales. Todavía no tenían una forma política de acción concreta. Los movimientos piqueteros eran manifestaciones de desocupados que no tenían lugar en la lucha gremial porque no tenían sindicato. Recién en 1998, toda esa masa amorfa empieza a tener más forma y se cubre dándole más importancia. En el 2000 aparecen los cartoneros y se empieza a notar que la miseria realmente se estaba instalando. Después de diciembre del 2001, la aparición política de todos esos sectores fue determinante. Pasaron de la periferia al centro, metafórica y literalmente. Uno como comunicador tiene que estar muy atento al desarrollo de los movimientos sociales. En un momento dejan de ser los que están mirando, para pasar a ser los que están en el centro.
–Fuiste testigo de muchas marchas en las que hubo represión policial, ¿es consciente la decisión de no intervenir en favor de los manifestantes?
-La decisión de no meterse no existe. Porque, ¿qué vas a hacer? A nosotros no nos sirve de nada putearnos con la policía, simplemente tenemos que registrar lo que vemos. A veces sucede que la situación te lleva y terminás participando de cierto modo. Pero si yo quisiera participar, voy como militante, no como fotógrafo. Puedo tener una idea respecto a lo que sucede, pero no voy como militante, voy como periodista.
-Aunque vayas como periodista, debe ser muy movilizante el hecho de ver a alguien morir desangrado…
–Muchas veces me pregunté si por la herida de Darío se podría haber hecho algo. Pero la realidad es que no. Primero, porque no soy médico. Y segundo, tenía una herida insalvable: no había manera de contener esa hemorragia por la cantidad de tiros a la altura de la cintura. Hay un caso muy interesante de un fotógrafo que tenía algunos conocimientos de heridas de guerra. A un camarógrafo de Canal 9 le pegaron un balazo en el cuello dentro de una comisaría y este fotógrafo, Patricio Inmovichi, le cerró la herida del cuello con los dedos y le detuvo la hemorragia hasta que llegó la ambulancia. Le salvó la vida. Si se hubiese puesto a sacar las fotos mostrando cómo se desangraba, no hubiese podido, pero él sabía cómo hacerlo. En definitiva, ese no es nuestro trabajo. Uno no va a tirar piedras a una manifestación, va a registrar. La cuestión está en cómo, desde dónde, a quiénes y a qué le das preponderancia. Esa es nuestra manera de ayudar.
-Sufriste en carne propia la represión a los trabajadores del Hospital Neuropsiquiátrico Borda en el 2013. ¿Cómo se desencadenaron los hechos ese día?
-Tenían planeado hacer los edificios para el nuevo Gobierno de la Ciudad en los terrenos del Borda. Como ya llevaban dos años de conflicto, el gobierno decidió ir ante los hechos consumados: a las 4 de la mañana instalaron todo y empezaron a derrumbar. Ese año había hecho su aparición la Policía de la Ciudad, que aparentaba ser civilizada, buena onda, casi europea. Cuando llegué, vi que había todo un cordón de policías, pero detrás había otro muy militarizado que no habíamos visto nunca. Lo tenían muy guardadito.
-¿Cómo era?
-Una especie de cuerpo de choque que usaba equipamiento de primer nivel de represión. Y ahí dije: “Esto es otra cosa”. Mientras estábamos en la calle junto a los enfermeros, empezaron a cercar todo el perímetro para terminar de demoler. La foto que me interesaba no era la de los manifestantes puteando a la policía, la fotografía eran las topadoras. En un momento se arma un choque entre la policía y la gente, entonces aproveché y corrí a donde estaban las máquinas. Para ese entonces ya habían tirado balas de goma y una me pegó en la mandíbula. Cuando llegué a la escena para hacer una foto, un policía de civil me agarró del brazo y se vinieron ocho más encima. Fue igual que en una película. Me clavaron las rodillas en la espalda, me pusieron la cabeza contra el piso, me agarraron las piernas por atrás y me esposaron. Tan salvaje fue todo que me rompieron una costilla. Cuando estaba esposado le dije a uno: “Sacame las esposas, esto es una payasada”. Finalmente me las sacaron y pude llamar al diario para contarles que estaba detenido. Después de una serie de llamadas, me liberan. Pero cuando voy a volver para el lugar, alguien me agarra y me insiste para que vaya con el SAME. Como me negué rotundamente, el cuerpo médico prácticamente me secuestró. Con la excusa de que estaba golpeado, me sacaron del lugar de acción. De todas las fotos de ese día, ninguna lleva mi nombre.