Por Paola Varela

Rigoberta Menchú Tum se presenta como nieta de los Maya, relata su historia con una voz suave y el tono de su discurso pausado denota sus orígenes. Su lucha por los derechos humanos empezó hace más de cuarenta años y llegó a alcanzar relevancia internacional. El 16 de octubre se cumplen treinta años de que le anunciaran el otorgamiento del premio Nobel de la Paz.

Esta activista indígena se muestra orgullosa de haberse unido a diversos reclamos humanitarios y asegura que se siente motivada por la verdad legítima de las personas a las que hirieron, cambiaron su vida y destruyeron sus entornos. Cuenta que acompañó a refugiados, a víctimas de violencia, a las viudas de Guatemala y El Salvador.

Afirma también haberse inspirado en la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo. Ha generado un lindo vínculo con la Argentina, país al que visitó en varias oportunidades. La última vez fue en 2017 cuando participó del evento “Voy por la Paz” organizado por la Fundación por la Democracia Internacional, que tiene sede en Rosario y con la que guarda una estrecha vinculación.

“La relación con Rigoberta viene de hace muchos años, trabajamos diversos ejes con ella, entre otros, la educación para la paz. Hemos hecho conferencias, capacitaciones y charlas juntos”, explica Lara Chiavarini, coordinadora de programas de esta asociación, y agrega con tono cariñoso que Menchú es un gran referente para todos.

Para ella es importante valorar el poder de la palabra como instrumento de vida, para denunciar y lograr avances. Habla de sus vivencias para dejar enseñanzas y alentar las causas nobles. “Es una persona cálida y divertida. Tiene mucha historia y, como organización defensora del Estado de derecho, nosotros la buscamos como mentora”, sostiene Chiavarini.

La referente de quienes levantan la voz contra la discriminación nació el 9 de enero de 1959 en San Miguel Uspantán, departamento de El Quiché, Guatemala. Creció en un contexto de inestabilidad política a causa de la guerra civil que se extendió por más de 36 años y cuya única víctima fue el pueblo, en su mayoría perteneciente a culturas originarias.

Conoció la pobreza en primera persona y tuvo que trabajar desde los 5 años labrando la tierra y cultivando café y algodón. Durante su adolescencia se desempeñó limpiando casas hasta que consiguió una beca en un colegio católico llamado Sagrada Familia donde aprendió, entre otras cosas, a hablar castellano.

Mientras cultivaba una nueva lengua, el germen de su lucha empezaba a aparecer a través de la militancia dentro del Comité Unidad Campesina al que se unió en 1977. Eran momentos de revoluciones impregnadas de violencia y no tuvo que pasar mucho tiempo para que la crueldad y la persecución atravesaran su vida.

En su autobiografía, “Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia” de 1983, se describe con detalle la tortura que sufrió su familia. En 1979 uno de sus hermanos fue desollado y quemado vivo. Al año siguiente murió su padre, también calcinado en manos del ejército, y tres meses después perdió a su madre que fue secuestrada y asesinada.

El llamado Genocidio Maya la alcanzó cuando tenía alrededor de 20 años, aquella masacre se llevó la vida de más de 200 mil personas -según la Comisión para el Establecimiento Histórico de las Naciones Unidas- y, de alguna manera, la empujó a cruzar la frontera para exiliarse en México en 1981.

Desarraigada y marcada por el dolor, tenía la convicción de que debía contarle al mundo lo que pasaba con su pueblo en Guatemala. Su voz resonó con tanto vigor que llegó a ser escuchada por los representantes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)y sus denuncias se convirtieron en un reclamo internacional.

Participó de las Asambleas Generales y en la subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección de las Minorías de la ONU. Además, conformó el Comité Guatemalteco por las Islas Malvinas. “He luchado durante 42 años y he visto muchos cambios y éxitos para la humanidad”, afirmó Menchú Tum en “Aprendemos Juntos”, un ciclo de entrevistas impulsado por el Banco Francés.

Hace treinta años Menchú Tum fue distinguida con el Premio Nobel de la Paz, en el discurso que dio al recibirlo, en diciembre de 1992, cuestionó la violencia de la colonización española y sostuvo que aquel reconocimiento era una deuda de Europa para con los pueblos originarios americanos: “Es un clamor por la vida, la justicia, la igualdad y hermandad entre los seres humanos” afirmó.