Por Francisco Declich

En 1996, estos pibes y pibas no estaban más solos. Se habían conocido y se habían organizado. Todos ellos compartían una parte de su historia y sus reuniones habían sido por años un aquelarre de conflictos psicológicos, una terapia grupal mezclada con ideología y política, con un par que los entendía. Para este momento, la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) estaba lista para dar un paso al frente y dejar de ser un espacio de contención, para convertirse en un actor político.

Habían comenzado un proceso de recolección de información, con el fin de reconstruir sus propias historias: buscaban saber dónde habían detenido a sus padres, quiénes habían sido los represores involucrados y, en algunos casos, qué había sido de sus hermanos o hermanas nacidos dentro de los distintos centros clandestinos. Así fue que Laura Bondarevsky dio con que uno de los parteros de la ESMA, Jorge Luis Magnacco, quien había estado involucrado en la apropiación de más de diez bebés, trabajaba en el Sanatorio Mitre impunemente. Para certificar el dato, ella pidió un turno simulando querer atenderse, y él figuraba en la cartilla. Con los militares indultados, un Estado cómplice y un grupo de pibes que no se la bancaba más, comenzó a gestarse el primer escrache de H.I.J.O.S.

En una asamblea se analizó y se votó hacer la acción planificada. Estaban a siete cuadras del sanatorio, así que se levantaron de la reunión y fueron, a pesar de la lluvia, y sin ninguna convocatoria. Mariano Robles recuerda: “Estábamos casi seguros de que no iba a haber nunca juicio y castigo, así que por lo menos que no caminaran tranquilos por la calle”. Esa era la premisa, que si no había justicia, habría escrache, o como le decían en aquel momento, “condena moral y acción directa”.  Llegaron cantando “como a los nazis, les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”, pintaron con aerosol el frente de mármol y gritaron por un megáfono que ahí estaba trabajando Magnacco, el apropiador de bebés. Ni siquiera cortaron la calle, ya que no eran tantos. 

H.I.J.O.S. expresaba con esa acción una bronca real, en medio de un clima político desfavorable. “Tenía toda la adrenalina junta. Aparte era otra época, era picante. El tipo podía salir y te pegaba un tiro, no sabías qué iba a pasar”, dice Robles. En contraposición, Fernando Iglesias, otro ex militante de la agrupación, explica: “Los hijos somos gente que sintió miedo toda su vida. Vivimos clandestinidades, exilios, padres desaparecidos, encarcelamientos, servicios de inteligencia persiguiéndonos, etcétera. Entonces el miedo, en relación a la bronca que el colectivo vivió, se relativiza en torno a la justicia que implica la denuncia que vos estás haciendo, y así el miedo pasa a un segundo plano”.

Después de media hora, dieron por concluida la manifestación. Nadie había salido a dar la cara. Seguros de que la semana siguiente volverían, fueron a tomar una cerveza; después de todo, eran un grupo de amigos. Sentían que era algo que tenía que ser hecho y se había hecho. Ya en la siguiente reunión verían cómo mejorarlo. Iglesias explica que el escrache “fue considerado un éxito, porque significaba empezar a salir, y ese era el elemento central. Dejar de ser solamente víctimas que se juntan a charlar de sus problemas y llorar todos juntos, para ser actores de la denuncia, de la lucha por la memoria, por los derechos humanos, etcétera. Este escrache tuvo ese valor”.

Luego de semanas de escraches, Magnacco fue despedido del sanatorio, e H.I.J.O.S. adoptó este método como parte fundamental de su accionar. Alfredo Astiz, Antonio Bussi y Leopoldo Galtieri, entre otros, fueron escrachados en los años siguientes. De alguna manera, gracias a la repercusión que tuvieron estos actos de denuncia, se hicieron grandes aportes al consenso que permitió la anulación de las leyes de Juicio Final y Obediencia Debida, y la reanudación de los juicios por crímenes de lesa humanidad ocurridos en la última dictadura.