Por Luna Lejarza Grippaldi

Claudia Mendoza nació en La Rioja, pero se mudó a la Ciudad de Buenos Aires para estudiar Musicoterapia en la Universidad del Salvador, la única en toda Latinoamérica que dictaba la carrera en ese momento. Años después volvió a su provincia natal, donde vive. Hoy, a sus 61 años, forma parte del consejo consultivo del Comité Latinoamericano de Musicoterapia (CLAM) y acompaña, junto a un equipo interdisciplinario de psicólogos, médicos psiquiatras y trabajadores sociales, a las víctimas testigos de la última dictadura cívico-militar en los juicios de lesa humanidad de La Rioja. “El rol del musicoterapeuta que acompaña en estos casos es distinto porque hay que hacer una escucha muy empática, la cual a veces se dificulta si se conoce al testigo con poca antelación. Es un trabajo de investigador en el que se debe prestar atención a cuatro momentos clave: la previa de la declaración, la sala de espera, el testimonio y la salida de los tribunales. En esos espacios se deben evaluar qué tipos de intervenciones, hacer como una respiración o una caricia en la espalda”, explica.

Para lidiar con las consecuencias de “la escucha del horror” y sentirse útil, Mendoza comenzó a escribir artículos sobre sus observaciones en los juicios como, por ejemplo, el lenguaje corporal entre una persona militante y otra que no lo fue: “Me acuerdo del caso de una señora que tejía afuera de los tribunales y me decía ‘no espero la hora de que pase todo esto, sólo quiero meter la cabeza debajo de la tierra’. Era una mujer que no tenía militancia política. Estaba casada con un militante, pero no tenía ni idea de lo que el marido hacía o de sus compromisos con sus compañeros. Cuando la detuvieron, ella tenía a su bebé de año y medio en brazos, pero eso no les importó a los represores que la secuestraron. Su hijo fue uno de esos niños detenidos junto a sus madres. Yo marco esta diferencia porque las personas que sí tienen militancia adoptan una posición distinta al afrontar esta situación y los que no lo fueron lo traducen en la rigidez corporal”. Además de la respiración, otra de las estrategias que utiliza Claudia Mendoza para tratar a los testigos son los cantos chamánicos porque, según considera, pueden servirle a gente que ha sido torturada. Mendoza sostiene que cuando el musicoterapeuta trata casos de este tipo debe aprender a escuchar, como una mamá a su bebé, para darse cuenta si la persona está estresada o ansiosa porque, cuando declara, revive la situación y reencarna el trauma. 

―En uno de los tantos casos que acompañaste, una mujer se puso a cantar fuera de los tribunales junto a sus compañeras ni bien terminó de declarar.
―Yo estaba sorprendida porque las canciones de protesta suelen ser más parecidas a las de cancha, pero esto fue distinto. Alicia, la víctima testigo que yo acompañaba, estaba por entrar a declarar cuando se encontró con las compañeras. No dejaban pasar a nadie al sexto piso de Tribunales, donde se realizaría la audiencia, hasta que llegasen los jueces. Entonces ellas se pusieron a conversar sobre una canción que recordaban, que segundos más tarde cantaron. Se acordaron de una de sus compañeras de cautiverio que era música y pretendía que Alicia afinara en una estrofa de una canción de Joan Manuel Serrat, cuyo nombre no recuerdo. Ni bien comenzaron a entonarla, saqué el teléfono para grabar ese momento imperdible, pero de la emoción salió movido. Las canciones de la resistencia son fortalecedoras para las personas que militan desde esa posición. Entre los militantes se genera una sinergia, en este caso, una sensación de bienestar y pertenencia. Por eso tiene tanto valor. 

―En una entrevista con alumnos de la Universidad Juan Agustín Maza (UMAZA) de la provincia de Mendoza, comentaste que actualmente los abusos sexuales y violaciones a mujeres detenidas durante la última dictadura cívico militar se juzgan por separado a las torturas recibidas. ¿Cómo se acompaña a una persona que fue doblemente víctima?
―Hasta hace poco, las violaciones y abusos formaban parte del relato de la tortura. Recientemente, se ha empezado a ver a las mujeres como víctimas de un doble castigo. Primero, por haber desobedecido al patriarcado en donde ellas tenían que cumplir un rol en la casa, pero en su lugar eligieron militar. Eso era algo imperdonable para la época y ese tipo de pensamiento machista. Segundo, las violaciones eran parte de la fórmula que los represores utilizaban para degradarlas al máximo. A ellos no les importaba que estas mujeres tuvieran hijos o estuvieran embarazadas. Las golpeaban durante el embarazo, las hacían parir en cautiverio, incluso, algunas sufrieron abortos como consecuencia de las torturas. A veces, ellas no se animan a hablar para que los jueces no se ensañen con esa idea, ya que no hay igualdad de condiciones al declarar. Recién ahora se pueden tratar estos casos. En los últimos juicios, se ha presentado un pedido a los jueces para que se abran causas a los ya imputados, incluso presos, para condenar la violencia sexual. ¿Cómo hacen ellas para tratarlo? La verdad es que a mí me sorprende la capacidad del ser humano para reconstruirse. Una de esas tantas mujeres me dijo que comprendía a su torturador, ella no lo odiaba porque sabía cómo pensaba él y quién era ella para él. Era una falsa empatía. La huella de la violencia en el cuerpo puede generar una gran dificultad al reconstruir la vida desde la sexualidad. Muchas de las mujeres estaban casadas y después de siete años de no ver a sus maridos, el reencuentro era difícil, si es que había. Por ejemplo, en uno de esos casos, la mujer no vio a su esposo por ocho años y cuando se volvieron a encontrar, a ella le resultaba casi imposible el encuentro amoroso con su pareja porque ella sabía que él sabía lo que le habían hecho. Por otro lado, se puede dar un proceso psíquico de desdoblamiento: un momento donde la mente hace un corte con el cuerpo y ambos van para distintos lados. Muchas han sufrido y convivido con este fenómeno que se manifiesta como adormecimiento producto de la anestesia, pero otras víctimas sí han podido salir adelante, fueron madres y ahora son abuelas que participan en la militancia con otras mujeres. Ellas han convertido, como dice Estela de Carlotto, el dolor en misión.

―En su texto Contra la derrota del mundo, el escritor John Berger citó el poema Esperan del escritor argentino Juan Gelman: “Llegó la muerte con su recordación/ nosotros vamos a empezar la lucha/ otra vez vez vamos a empezar”. ¿Creés que el gran impacto que generaron los dichos de la ultraderecha, en los que reivindican la dictadura, causaron que se tenga que volver a reforzar la idea de democracia y recordar los daños causados por la última dictadura?
―Los dichos de Javier Milei y otros funcionarios que lo acompañan refuerzan la idea de afianzarnos más a la democracia porque lo otro fue y es una barbarie. Cuando vos ves a un nieto con un cartel que dice “a mi abuelo todavía lo estamos buscando”, ahí hay un hecho que está sin resolver. La ultraderecha dice que hay que parar con los juicios e insiste en que es una cuestión del pasado, cuando el odio se vuelve totalmente actual junto a la discriminación y al resurgimiento del fascismo. Ellos están en contra de todos los que no piensen como ellos.

―¿Alguna de las víctimas testigo que acompañás te comentaron inquietudes respecto a los dichos negacionistas de la vicepresidenta Victoria Villarruel?
―Todo el tiempo. Ellos están acostumbrados al negacionismo. Saben que ese fue el discurso y la mecánica que la dictadura utilizó y que para eso crearon la teoría de los dos demonios. Cuando los detenidos que sobrevivieron salieron en libertad, muchos ya conocían lo que se hablaba. Ellos han convivido con sus torturadores, se los han encontrado hasta en el supermercado. Si bien es insoportable para las víctimas volver a revisar todo, para nosotros tiene que ser un llamado de atención porque ellos son testigos reales. La trama social está rota y sólo se puede reparar con más memoria, verdad y justicia. Por esa razón, me pareció muy importante lo que pasó ese día afuera del tribunal con Alicia y sus compañeras. Ellas y ellos pusieron el cuerpo en una causa que nos atravesó a todos. Lo que nosotros planteamos desde el trabajo comunitario es sanar una herida de la comunidad en la que sólo aparecieron algunos, pero sufrimos todos. Si uno autoriza este tipo de ideología, se permite que unos se beneficien y otros no, y tampoco hay oportunidad de defenderse.