María de los Ángeles Bravo Alva, 9 años
Hoy: Docente
En mi casa no se hablaba mucho sobre lo que pasaba, pero cuando llegaba a la escuela era una cosa totalmente distinta. En la puerta del colegio había dos oficiales parados, con sus armas, quietos: sentía que sus ojos me perseguían a todos lados. Los veía y lo único que sentía era miedo, y mucho. No sé cuál era el tipo de arma, pero eran muy grandes, como ametralladoras listas para disparar en cualquier momento.
Iba a una escuela pública en Castelar. En una clase de Historia, cuando nos enseñaron sobre que el régimen político era federal y que había elecciones cada seis años, le pregunté a la profesora por qué no había elecciones ahora, si eso era lo que nos estaba enseñando. Ella no supo qué contestarme, se notaba que estaba incómoda y que mis preguntas constantes no le hacían el trabajo fácil. La comprometía mucho. Por donde vieses, había militares en la escuela, en todo momento. Entraba y salía lo más rápido posible, trataba de no ver a ninguno de esos hombres. No había nada bueno, el miedo era constante.
Cuando salía a la calle, llevaba siempre los documentos. No importaba si eras menor, si tenías guardapolvo o si era obvio que estabas yendo a la escuela; los policías te paraban y, si te pedían documento y no lo tenías, ya había una excusa para llevarte. Igualmente, te llevaban por cualquier cosa, si ellos querían lo hacían, era así de fácil. Esa costumbre de tener que ver siempre sobre mi hombro me acompañó por muchos años después de que terminara la dictadura.
Otra cosa era si salías de noche, eso era mucho más peligroso. Había unos camioncitos tipo combis, llamados celulares, a los que te obligaban a subir y te llevaban. Afortunadamente, eso nunca me pasó.
Producción: Maylén Carrau