Por G. Trujillo, M. Rodríguez, L. D’Elía, V. Vázquez y M. Barranus

Norma Mirta Penjerek tenía 16 años cuando desapareció, el 29 de mayo de 1962. Era de una familia judía de clase media y vivía con sus padres, Enrique Penjerek y Clara Breitman, en Juan Bautista Alberdi 3252, en el límite de los barrios de Flores y Floresta de la Ciudad de Buenos Aires. La joven cursaba el quinto año de secundaria en el Liceo de Señoritas N°12. 

La CGT había decretado un paro general ese martes, por lo que no había medios de transporte público, lo que le impedía a Norma llegar a su clase de inglés. Llevaba puesto un blazer azul con una camisa blanca y una pollera gris, el uniforme de su colegio. Pese a la insistencia de su madre para que no fuera, a las cinco y media de la tarde la joven salió rumbo a su clase particular en la calle Boyacá 420, a 20 cuadras de su casa. Cerca de las 19:45, la profesora Perla Stazauer la despidió y la vio caminar en dirección a la parada de colectivo, a pesar de que no había servicios. Nadie volvería a verla.  

A las 21, luego de que la madre llamara a una amiga de Norma y que ella le dijera que no sabía nada de su paradera, el padre salió a dar vueltas con el auto para ver si podía encontrarla. Fue a la comisaría Nº40 para denunciar la desaparición cerca de la medianoche. Unas horas más tarde, se descartó que hubiera tenido un accidente ya que no estaba en ningún hospital. 

El 15 de julio de 1962, en la Reserva de Santa Catalina en Llavallol, en el sur del conurbano, se encontró un cadáver semienterrado que, se suponía, era de la joven. Sin embargo, la primera autopsia reveló que el cuerpo medía 1,65 metros y pertenecía a una mujer de 20 años, cuando Norma Mirtha Penjerek tenía 16 y su estatura era de 1,54 metros. En la segunda autopsia, realizada por el médico Antonio Lara, se pudo obtener una huella dactilar que tenía 18 puntos en común con la adolescente. Parecía un caso cerrado. Pero, en realidad, recién empezaba.