Por Sol Vega

El 15 de agosto de 1972, el penal de máxima seguridad de Rawson, en la provincia de Chubut, se convirtió en el escenario de una audaz y violenta fuga. Veinticinco prisioneros políticos, todos miembros de diversas organizaciones guerrilleras, lograron reducir a los guardias de vigilancia. En el último retén, un policía se resistió y murió en un breve tiroteo. Aprovechando el caos, los fugitivos abrieron la enorme puerta del penal, pero solo un vehículo los esperaba afuera, ya que el resto de los automóviles de apoyo había huido al oír los primeros disparos.

En ese único auto, seis dirigentes prioritarios llegaron al aeropuerto de Trelew y, vestidos con ropas militares, despegaron hacia Puerto Montt, en Chile. Mientras tanto, los diecinueve guerrilleros atrapados y rodeados por las fuerzas de seguridad negociaron una rendición bajo promesas que nunca se cumplirían. Una semana después, en la base Almirante Zar, los prisioneros fueron sacados de sus celdas y ejecutados sin juicio previo, en una masacre que dejaría una huella imborrable en la historia argentina.

ANTES

A finales de los años 60, la Argentina vivía un período de gran agitación a raíz de la dictadura autodenominada “Revolución Argentina”, encabezada por el general Juan Carlos Onganía. El presidente de facto entre 1966 y 1970 vio cómo su autoridad se debilitaba frente al creciente descontento popular. La imposición de un drástico plan económico de ajuste, la falta de libertades políticas y una represión generalizada provocaron intensas protestas y resistencia en buena parte de la sociedad. Los sindicatos combativos y los estudiantes, que enfrentaron la intervención de las universidades y la prohibición de sus agrupaciones políticas, se unieron en una lucha que fue tomando un carácter insurreccional.

La Revolución Cubana, con su éxito en instaurar un régimen socialista a través de la lucha guerrillera, sirvió de inspiración para muchos jóvenes argentinos que vieron en la violencia revolucionaria un camino hacia el cambio. Las experiencias guerrilleras en el país habían sido menores y sin impacto significativo, pero a partir de la muerte del Che Guevara, en 1967, surgieron nuevas agrupaciones revolucionarias dentro del peronismo y la izquierda, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias y las Fuerzas Armadas Peronistas.

La represión se intensificó aun más desde 1971, con la asunción como presidente de facto de Alejandro Agustín Lanusse, quien acentuó la brutalidad de la Revolución Argentina con la reinstauración de la pena de muerte, la imposición del Estado de sitio y la utilización de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interna y las cárceles. La creación de la Cámara Federal en lo Penal, conocida como “Camarón”, facilitó una persecución sistemática de opositores políticos y sociales. Este nuevo organismo tenía la capacidad de saltear jurisdicciones, acelerar las causas y autorizar la participación del ejército en conjunto con la policía en las tareas de represión.

Fue así que, a partir de marzo de 1971, el penal de máxima seguridad de Rawson comenzó a llenarse de presos políticos trasladados desde distintos puntos del país. El lugar se caracterizaba por su aislamiento extremo: no solo estaba alejado de los centros más poblados de la región, sino que a su alrededor había delegaciones policiales y bases de la Marina y Gendarmería. A pesar de su seguridad, las noticias sobre la realidad nacional y la idea de fraude en las elecciones llegaban a oídos de los reclusos.

DURANTE

Los dirigentes encarcelados diseñaron un plan de fuga que llevarían adelante el 15 de agosto de 1972. Su estrategia consistía en tomar el control del penal desde adentro y, con apoyo externo, trasladarse al aeropuerto de Trelew, situado a unos veinte kilómetros, para huir a Chile en un avión comercial. Gracias a la complicidad de un guardia, los prisioneros obtuvieron armas y un uniforme militar. Se dividieron en tres grupos y, silenciosamente, comenzaron a tomar los distintos sectores del penal y a reducir al personal. Un policía se resistió y murió tras un breve tiroteo en el último retén.

A continuación, más de cien guerrilleros se alinearon en el pasillo principal del penal, mientras desde una torre daban señales para la llegada de los vehículos de apoyo. Sin embargo, los camiones que debían llevarlos al aeropuerto nunca llegaron: el responsable del apoyo exterior escuchó los disparos, interpretó mal las señales y ordenó la retirada.

Los líderes guerrilleros que tenían prioridad en el orden de fuga (entre los que estaban Mario Roberto Santucho, Domingo Menna, Enrique Gorriarán Merlo, Roberto Quieto, Marcos Osatinsky y el jefe montonero Fernando Vaca Narvaja) se subieron al único automóvil de apoyo que quedaba y se dirigieron hacia el aeropuerto, desde cuya torre de control lograron comunicarse con el avión de Austral estacionado en la pista. En la nave viajaba un comando guerrillero disimulado entre los pasajeros que ocupó la cabina y redujo a la tripulación. Los seis guerrilleros fugados se embarcaron y quedaron a la espera de la posible llegada del resto de sus compañeros.

Mientras tanto, los 19 guerrilleros del segundo grupo consiguieron tres autos con los que finalmente llegaron al aeropuerto. Pero era tarde: el avión ya volaba hacia Chile. Rodeados por las tropas de Infantería de Marina, se atrincheraron en el aeropuerto y contactaron a la prensa y a un juez antes de rendirse. Si bien les prometieron que respetarían sus vidas y serían devueltos al penal de Rawson, fueron trasladados a la base Almirante Zar.

Los 19 fugados que no llegaron al avión hablaron con la prensa luego de rendirse.

DESPUÉS

Apenas el avión con los fugitivos aterrizó en Chile, el presidente Salvador Allende recibió una solicitud de extradición del gobierno argentino. El mandatario enfrentaba una decisión difícil: mantener buenas relaciones con el país vecino o proteger a los refugiados considerando sus convicciones y la presión interna. Mientras se negociaba una solución, los guerrilleros fueron alojados en el Centro de Investigaciones de Santiago. En la Argentina, la junta de comandantes, reunida con Lanusse, especuló que Allende podría otorgarles salvoconductos para que viajaran a Cuba.

Durante la madrugada del 22 de agosto, en la base Almirante Zar, una patrulla al mando del capitán Luis Emilio Sosa despertó violentamente a los 19 prisioneros. Les ordenaron que salieran de sus celdas y se pusieran en fila contra la puerta, y los acribillaron a balazos. En la confusión de los disparos y los cuerpos muertos en el piso, tres heridos sobrevivieron: Ricardo René Haidar, María Antonia Berger y Alberto Camps.

Luego del fusilamiento, el militar Hermes Quijada se encargó de difundir ante los medios la versión oficial de lo sucedido. “Es necesario comprender que la amplitud y la integralidad de la acción subversiva debe ser enfrentada por toda la ciudadanía. Así, y solamente así, podremos desterrar la violencia y tendremos la oportunidad para vivir en paz y justicia”, afirmó, al tiempo que el gobierno emitió un comunicado donde aseguraba que la masacre había sido consecuencia de un nuevo intento de fuga.

Las víctimas de los fusilamientos fueron Carlos Astudillo, Rubén Pedro Bonnet, Eduardo Capello, Mario Emilio Delfino, Alfredo Kohan, Susana Lesgart, José Ricardo Mena, Clarisa Lea Place, Miguel Ángel Polti, Mariano Pujadas, Carlos Alberto del Rey, María Angélica Sabelli, Humberto Suárez, Humberto Toschi, Alejandro Ulla y Ana María Villarreal de Santucho.

Allende finalmente autorizó la partida de los guerrilleros hacia Cuba, donde denunciaron los hechos en una conferencia de prensa. Para noviembre de 1972, la presión social y el desprestigio por lo sucedido en Trelew obligaron a Lanusse a liberar a varios presos políticos y gremiales alojados en las cárceles del sur del país.