Por Luisina Arozarena
“En Afganistán, una ardilla tiene más derechos que una niña”, denunció Meryl Streep ante las Naciones Unidas mientras alzaba su voz en defensa de las mujeres afganas el 15 de octubre último. La actriz no habló de conquistas lejanas ni de derechos abstractos. Fue directa: “Hoy, en Kabul, una gata tiene más libertades que una mujer; una gata puede sentarse en la entrada de su casa y sentir el sol en la cara. Puede perseguir a una ardilla hasta el parque”.
Esta cruda comparación encierra la realidad de un país que se convirtió en el peor lugar del mundo para nacer mujer. Desde agosto de 2021, cuando los talibanes tomaron Kabul tras la retirada de las tropas occidentales y suspendieron la Constitución, la vida de las mujeres se redujo a una existencia en las sombras, en silencio y en un estado de vigilancia constante. En agosto, los talibanes prohibieron incluso el sonido de la voz femenina en público. Las mujeres afganas, invisibles tras sus velos, no pueden ser escuchadas. Su cuerpo, por mandato de las leyes del “vicio y la virtud”, debe cubrirse en su totalidad para no “causar tentación”. La voz de las mujeres se convirtió en un peligro, su presencia, en un tabú.
Narges Mohammadi, Nobel de la Paz iraní encarcelada, expresó el 6 de octubre de 2023: “Las mujeres pagamos el precio de la rebeldía, pero no nos doblegamos ante la fuerza”. Así, la resistencia de estas mujeres. Ya sea en Afganistán, en las calles de Kabul o en una universidad de Teherán. Hoy, el rostro de una madre o una hija se convierte en apenas una sombra más en las calles de Kabul; la figura femenina es borrada de la vida social y, con ello, la sociedad misma se empobrece. Este silencio impuesto a las mujeres no solo las afecta a ellas; también desgarra el tejido social y aniquila una parte fundamental de la identidad colectiva de la humanidad.
¿Puede considerarse la situación de las mujeres en Afganistán como un “apartheid de género”? Para la ONU, la respuesta es un sí rotundo. Es “la persecución legalizada, sostenida y calculada contra una mitad de la población solo por su género”, lo cual no ocurre en ningún otro lugar del mundo. Es la imposición de un sistema donde ser mujer equivale a la privación sistemática de los derechos fundamentales.
Richard Bennett, relator especial sobre derechos humanos en Afganistán, afirmó que el trato que reciben las mujeres bajo los talibanes constituye una opresión “sistemática y calculada” que busca la “dominación total” de este grupo por su género. La presidenta del grupo de trabajo sobre la discriminación contra las mujeres, Dorothy Estrada-Tanck, también enfatizó que Afganistán es el único país en el mundo donde se impide a niñas y mujeres jóvenes recibir educación secundaria y superior. En el peor país para nacer mujer, la segregación no es solo una norma de vestimenta, sino una ley para impedir el acceso de las mujeres a los servicios más básicos y a los espacios públicos.
En Afganistán, después de la caída del régimen talibán en 2001, se implementó una serie de leyes y reformas para proteger y promover los derechos de las mujeres. En 2004, la nueva Constitución afgana fue un hito significativo, ya que reconoció formalmente la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y garantizó el acceso de las mujeres a la educación y a la participación política. Este marco constitucional fue un respaldo fundamental para las iniciativas de derechos de las mujeres en los años siguientes.
En 2009, se aprobó la Ley para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (EVAW, por sus siglas en inglés), que fue clave para combatir la violencia de género en el país: normalizó delitos como el matrimonio forzado, el matrimonio infantil y la violencia doméstica, ofreciendo un mecanismo legal de protección para las mujeres afganas. Además, esta legislación estableció bases para que las mujeres pudieran buscar justicia en casos de violencia y discriminación, un avance importante en la protección de sus derechos. Sin embargo, hoy, ninguna niña mayor de doce años puede ir a la escuela o a la universidad. Afganistán es, como subraya la ONU, “el único país en el mundo” donde esto ocurre. Primero, los talibanes cerraron las puertas de los institutos secundarios para mujeres y, en diciembre de 2022, prohibieron su ingreso a las universidades.
La restricción no termina en la educación: las mujeres en Afganistán ni siquiera pueden tomar un taxi libremente. A pesar de estas limitaciones, los testimonios de activistas que operan desde la clandestinidad o en redes sociales dan cuenta de la historia de una lucha sutil y obstinada por no desaparecer. Las mujeres afganas, aunque en extremo limitadas, se rehúsan a ser borradas de la vida pública.
ESTRECHOS LAZOS CULTURALES CON IRÁN
El 4 de noviembre en la Universidad Islámica Azad, en Teherán, una estudiante se despojó de su ropa hasta quedarse en ropa interior en forma de protesta. Según grupos de derechos humanos, fue una manifestación directa contra el estricto código de vestimenta islámico, una normativa que, desde la muerte de Mahsa Amini en 2022, se ha convertido en un símbolo de represión para muchas iraníes.
Este incidente revive los ecos de las masivas protestas que sacudieron Irán hace dos años bajo el lema “Mujer, Vida, Libertad”, un movimiento que desafió el statu quo al exigir la autonomía femenina y que tuvo un alto costo en vidas y libertad para cientos de manifestantes. Según Amnistía Internacional y testigos, esta situación fue más que una simple confrontación: representa el grado de hostigamiento que enfrentan las mujeres que intentan desafiar las normas sociales impuestas por el régimen. El gobierno iraní, al igual que el afgano, busca deslegitimar la protesta adjudicando problemas de salud mental. Azam Jangravi, una activista exiliada en Canadá, señaló que en situaciones similares se presiona a las familias para que declaren a las mujeres rebeldes como mentalmente inestables. Este tipo de acusación, dice, “busca minimizar el movimiento de protesta al etiquetar a sus líderes como personas con problemas”.