Por Joaquín Benítez Demark

Existe una manía, muchas veces señalada, en aquellos que utilizan verbos en presente para hablar de situaciones del pasado. Quienes llevan a cabo esta práctica, parecen hacerlo por una falta de aceptación: eso que ya no es más, aún sucede en su cabeza. El Programa Prohuerta fue discontinuado en abril pasado por el Gobierno Nacional. Se trataba de una política pública, propulsada y creada durante la presidencia de Carlos Saúl Menem, en 1990. Un plan de seguridad alimentaria en respuesta a la crisis hiperinflacionaria del ‘89. Gonzalo Parés, técnico e ingeniero agrónomo con una maestría en desarrollo económico local, formó parte del programa desde 1996 hasta su fin. Como él, muchos técnicos y voluntarios del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la entidad a la que pertenecía el programa, siguen promoviendo la creación de huertas en hogares humildes pero ya sin financiación ni semillas. Víctima del lenguaje, Parés cuenta: “Muchas personas siguen haciendo cultivos en su casa, lo que pasa es que ya no tienen la semilla de Prohuerta. Cuando uno va a un barrio, la semilla es un motivo de cruzarse con la gente”. 

La síntesis del plan es simple. A lo largo y ancho del país, los voluntarios se acercan a distintas comunidades en situación de pobreza a través de instituciones como iglesias o escuelas. Con semillas proveídas por el INTA, se organizan capacitaciones y luego las familias son las que se encargan de mantener sus huertas. En el momento en el que se desmanteló, Prohuerta contaba con 44 técnicos contratados que hoy, a falta de un sueldo, tuvieron que migrar a otros sectores o se vieron obligados a desatender éste programa. Parés sabe de trabajo de campo, su labor tuvo lugar principalmente en el oeste de la Provincia de Buenos Aires. 

—A modo personal, después de décadas en las que formaste parte del programa, ¿qué representan las huertas en tu vida?
—Imaginate que yo planto verduras desde que tenía 4 años. Esto es parte de mi vida, tengo 56 así que podría decir que hago huertas desde hace 50 años, porque cuando era chiquito le pedía a mi abuela que me regale semillas. Siempre me gustó, siempre tuve mucha curiosidad por la naturaleza y por los animales y siempre valoré mucho lo que se puede producir en una huerta. Por lo que ayuda a la casa, por lo sano de los alimentos y por lo ricos que son.

—Si es que existe un consenso en Argentina sobre materia de Estado es la creación de políticas públicas que se cumplan a largo plazo. Faltaba poco tiempo para lo que hubiesen sido los 35 años de Prohuerta…
—Se pierde mucho cuando un Estado deja de llevar a cabo políticas como estas. El hecho de haber armado un programa tan extendido en todo el país, con una red de personas voluntarias con participación activa, eso no lo podés volver a armar de un día para el otro. No es que estás discontinuando un programa que fue creado hace un año. Prohuerta es un proyecto que fue acuñando una marca propia. Mucha gente se identifica como técnico o promotor de este programa en particular porque fue ganando una personalidad en sí misma a lo largo del tiempo. Eso, por más que después venga otro gobierno y el plan vuelva, va a ser muy difícil de recuperar. 

—El proyecto siempre buscó ser abarcativo. En 2022 la fundación Bunge y Born constató que el 17% de la población tenía serios problemas para tener acceso al agua. Teniendo en cuenta que Argentina, en términos de climas y suelos, es muy diversa, ¿con qué adversidades se toparon en un país que también es tan amplio socialmente?
—Sabemos que este tipo de propuestas son difíciles. Mucha gente no está acostumbrada y no tiene el hábito de hacer cultivos desde sus casas, entonces yo siempre valoré lo que se logró hacer: instalar en muchos barrios y comunidades ésta idea de que en un lugar, aunque sea chiquitito y con un suelo de mala calidad, podés producir parte de tus alimentos. Por supuesto, hubo lugares con mayor alcance y otros donde fue más complejo por el tipo de población o porque no se lo difundió o comunicó bien. Un problema aparte más allá de la ambición con la que se lleve a cabo.

—En agosto, la encuesta a hogares con niños, niñas y adolescentes realizada por Unicef Argentina, lanzó el dato de que un millón de niños se van a dormir sin cenar. Si se tiene en cuenta el dato de que la pobreza infantil está por encima de la pobreza general, ¿qué alcance tuvo Prohuerta en la población más joven?
—No está medida la relación directa entre el proyecto y el caso particular de la alimentación infantil. Creo que una de las críticas que se le puede hacer al Prohuerta es esa, debimos haber medido mejor el impacto del programa y sus logros. Puede que no se hayan hecho evaluaciones buenas y suficientes para poder mostrar lo que efectivamente se hacía. Algo útil, que sí estaba estudiado, era que de acuerdo al tamaño de la huerta que tenés, sabíamos cuántos alimentos podés llegar a sacar en tu casa. También está comprobado que la mayor parte de las familias que participan son numerosas. A la hora de hacer cálculos, nos daba que el promedio de familias que acudían al proyecto era de cinco integrantes. Sabemos que es un programa que tuvo un impacto certero y positivo en la población destinataria, en la población más pobre. 

—Por cuestiones culturales o económicas, ante la falta de dinero, muchas familias terminan por alimentarse con comida baja en nutrientes, dietas con una marcada falta de variedad…
—Mucha gente te dice: “Lo único que tuve para comer en algún momento fue lo que saqué de la huerta”. No es algo para celebrar pero a pesar de eso, también muchísimas personas valoran las huertas por la calidad de los alimentos que se producen. Es comida libre de agroquímicos. Se aprecia en mayor medida, además, porque no es lo mismo comer la lechuga de la verdulería que la que vos cultivaste, eso le agrega más valor al alimento en sí mismo. A partir de los cultivos, en los hogares se generan dietas más variadas y se incorporan verduras que no se consumen habitualmente.