Por Sabrina Sainz
Desde su estreno en Netflix, Adolescencia se transformó en una de las miniseries más impactantes y crudas del último tiempo. A lo largo de sus cuatro episodios, narrados en tiempo real y con un solo plano secuencia, sumerge a los espectadores en las consecuencias del asesinato de una niña de 13 años en Inglaterra. Sin caer en el morbo de la investigación policial, la serie pone el foco en el clima social que rodea a los jóvenes varones, en especial en la influencia de la “manósfera“, ese espacio virtual donde la masculinidad se radicaliza en discursos de odio y machismo.
Lejos de tratarse de un peligro obvio, la serie demuestra que el consumo de contenidos misóginos y violentos no es exclusivo de jóvenes con historias familiares duras o personalidades problemáticas. Cualquier adolescente, atrapado en la dinámica de las redes sociales, puede verse inmerso en una cultura donde el bullying, la humillación y la violencia simbólica se vuelven moneda corriente. No se trata solo de consumir contenido, sino de interactuar, de ser parte de una comunidad que reafirma valores de supremacía varonil y desprecio hacia el otro.
Las críticas coinciden, con un 99 por ciento de aprobación en Rotten Tomatoes y descrita por The Guardian como “lo más cercano a la perfección televisiva en décadas”, por lo que Adolescencia ha generado un profundo debate social. Sus creadores, Stephen Graham y Jack Thorne, aparecieron en noticieros abordando temas como los apuñalamientos juveniles y la “manósfera”, y explicaron que los discursos de odio digital sí tienen consecuencias en la vida real.
La serie plantea una pregunta fundamental: ¿cómo educar a los varones en un mundo donde el machismo se presenta como una respuesta al feminismo?, como si ambos fueran polos opuestos en una batalla, y no lógicas de pensamiento distintas sobre el poder y su distribución. Este problema se entrelaza con la dificultad de expresar emociones que impone la norma de la hombría. La furia, las explosiones de violencia y la impulsividad son síntomas de una sociedad que sigue enseñando a los hombres que la única manera válida de expresarse es a través de la fuerza. ¿Cuál es realmente el poder y quién lo tiene?
Los capítulos se sumergen en la construcción de la identidad: ¿qué significa ser un hombre? Mientras que siguen imponiendo viejos moldes de virilidad basados en la fuerza y la autosuficiencia, sin signos de humanización, los varones en desarrollo se ven atrapados en una crisis de identidad, sin herramientas para cuestionar estos mandatos. Al mismo tiempo, el mundo digital en el que viven refuerza esta confusión con su lógica de validación constante a través de los likes y la viralización de experiencias íntimas, ¿qué se supone que es ser “macho” según los códigos de la “masculinidad”?
En ese marco, la aparición del concepto “incels”, que proviene de la abreviatura en inglés de “célibe involuntario”, refiere a un movimiento que agrupa hombres que se sienten rechazados sexual y socialmente y que desarrollan un fuerte resentimiento hacia las mujeres y a la sociedad en general. Son, en definitiva, estructuras de personalidades en las que la repulsión resulta intolerable. También se nombra a personajes como Andrew Tate, un influencer estadounidense acusado de abuso sexual que promocionó el machismo y el fomento del odio hacia las mujeres. Estos temas se desarrollan en la serie.
Finalmente, la obsesión de muchos jóvenes por la hombría basados en la superioridad y el desprecio por el otro se convierten en un peligroso caldo de cultivo. La absoluta dimensión de un “drama” que el cine retrató en múltiples ocasiones. Adolescencia vino y una vez más lo expuso con una crudeza estremecedora, explorando la culpa, la manipulación, la masculinidad tóxica y la presión social con una narrativa inmersiva. Su formato sin cortes refuerza la sensación de estar atrapado en un entorno opresivo donde la violencia es constante. Más que un thriller, es un reflejo incómodo pero necesario de una realidad que ya no se puede ignorar.