Por Antonio Riccobene
“Hace diez años, a las cuatro de la mañana ya no quedaba lugar, y todos estos hacían cola para entrar”, explica Alejandro mientras levanta el brazo queriendo abarcar a la multitud que está dentro del local. Lógico sería si se tratase de un pub o algún boliche. Pero no. Se trata un café en Caballito, frente al Parque Rivadavia, repleto de coleccionistas de monedas, billetes, estampillas, cartas, postales y todo fetiche de siglos pasados que tengan algún tipo de valor histórico. Ninguno de ellos parece tener menos de 50 años y todos los domingos a la mañana se juntan para permutar, vender y comprar en El Coleccionista, el bar que hace más de cinco décadas los recibe.
“Antes se peleaban por llegar primeros porque tenían prioridad para ver lo que traían los que caían después”, dice Alejandro, que hace más de 20 años está a cargo del bar. Una mesa larga, con ocho hombres discutiendo, se distingue al entrar. Arriba solo hay cajas de zapatos llenas de cartas. “Nos piden que les levantemos todo rápido; si se les mancha algo, se pudre”, cuenta el encargado.
“Ese es un uruguayo que viene cada 15 días. Es reconocido en todo el mundo de la filatelia”, cuenta Néstor Osuna, un coleccionista de 63 años, que a los 13 que se acercó por primera vez, con algunas figuritas y cartas, al Parque Rivadavia para intercambiarlas. “Me dio vergüenza y me fui, no estuve ni una hora”, se confiesa. Hoy vive de esto, tiene escritos de Napoleón y San Martín.
Uno de los emblemas del Parque Rivadavia, además del monumento al prócer venezolano Simón Bolívar, es un ombú de más de cien años. “Ahora está cercado porque el Gobierno tiene miedo que alguna rama se caiga y mate a alguien. Pero antes, todos los coleccionistas estaban ahí abajo, rodeándolo, y eran un montón”, dice Alejandro. Se elige este lugar porque queda en el centro geográfico de la Capital, y es accesible para todos los que llegan del interior.
Al día de hoy, los que se dedican a los billetes y monedas tienen unos stand de feria en la vereda del Parque, sobre la avenida frente al bar. Un billete de Checoslovaquia de 1964, sin valor monetario real, cuesta 200 pesos.
“Acá pescaron un ladrón una vez. A él (señala a un hombre que está contando estampillas con la cara del chino Mao Tse Tung) le robaron una vez. Se levantó y le desaparecieron un montón de cartas”, cuenta Néstor.
–¿Y cómo resuelven esos casos?
-Cobra, va en cana o devuelve. Pero queda marcado, hay cámaras.
–¿Suelen devolver lo que roban?
– Mirá, yo mi mesa la tengo llena de mercadería. Acá hay cámaras y si te falta algo pedís la grabación y ves quién te lo llevó. Si es un conocido, se lo pedís y te dice: “Ay, no me di cuenta”. Eso le pasó a ese hombre. Le robaron, lo ubicaron y no sé cómo sabían dónde vivía. El tipo entregó, pidió disculpas y no apareció nunca más.
Néstor tiene una barba candado y canosa, un arito en la oreja izquierda y una panza que puede parecer grande, pero, entre los coleccionistas, es una más. Supera el metro ochenta y lleva una camisa color salmón. “Si bien conocí esto con mis primos y tíos, me fascinó por mi curiosidad. De chico me encantaba leer historias, y a diferencia de ahora, no había mucho para entretenerse. Tener una pieza material, tangible, no virtual, que haya estado en China, en Japón, para mí era algo mágico”, explica. “La curiosidad juega un rol increíble. Pobre del que no sea curioso y nunca haya espiado a una mina por el ojo de la cerradura o leído un diario ‘de ojito’ en el subte”.
Por este bar, donde el café en jarrito supera los 60 pesos, pasaron escritores como Roberto Arlt, Baldomero Fernández Moreno y Conrado Nalé Roxlo. Néstor lo define como un “búnker filatélico donde vienen comerciantes importantes, medianos y chicos, desde los popes hasta el que recién empieza”. Sin embargo, cuando él necesita un “cable a tierra” también va al mismo bar con otros “amigotes” del barrio. “Los coleccionistas ya somos parte de la puesta en escena de esta obra”, concluye.