Por R. Cano, M. Rosujovsky, C. Navarro, L. Mangialavori y D. Ortiz Tagger

En la década de 1970, Jorge Luis Borges almorzó con el dictador Jorge Rafael Videla e intercambió elogios con su par chileno, Augusto Pinochet. Sin embargo, más de treinta años antes, en pleno gobierno radical, había militado activamente a favor de la candidatura de Hipólito Yrigoyen para una segunda presidencia.

En 1927, Borges conformó en su casa de Quintana 222 el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, junto con Leopoldo Marechal, Enrique González Tuñón, Roberto Arlt y Macedonio Fernández, entre otros. A las tertulias y reuniones asistían también otros personajes destacados del movimiento nacional y popular de entonces, como Raúl Scalabrini Ortiz y Homero Manzi.

En su etapa yrigoyenista, Borges escribió “Inquisiciones” (1925), “El tamaño de mi esperanza” (1926) y “El idioma de los argentinos” (1928), obras de fuerte “color local”, como él mismo las denominó, en las que se destacarían poemas como “Fundación mítica de Buenos Aires” y “El general Quiroga va en coche al muere”, enraizados en su lugar y su tiempo. Décadas más tarde, en 1970, Borges calificó a esas piezas como “temerarias” e “insensatas”, y se negó en vida a reeditarlas. Después de su muerte, en 1986, su viuda, María Kodama, decidió publicarlas nuevamente.

En el transcurso de la Década Infame, Borges incursionó en los géneros fantástico y policial que lo llevarían a la fama. “Esa es una forma que posee el escritor de no definirse sobre determinadas cosas“, dice el historiador Norberto Galasso. “Entonces, puede ser un brillante escritor nacido en la Argentina, pero no un brillante escritor argentino”.

En esos años, Borges comenzó a relacionarse con la élite literaria local y a publicar sus textos en la revista Sur, fundada y dirigida por Victoria Ocampo. A partir del fuerte vínculo establecido con Ocampo, compartía cenas con el escritor Adolfo Bioy Casares y Eduardo Mallea, director del suplemento literario de La Nación, al mismo tiempo que se distanciaba de viejos amigos como Scalabrini Ortiz y Manzi.

Ya durante el peronismo, Borges tomó una postura política definidamente opositora, palpable en obras como “La fiesta del monstruo” (1947), “El gremialista” y ”El simulacro” (1956). “Él quedó apresado por la clase social dominante. Tenía que demostrar su antiperonismo, su apoyo a las dictaduras y su conservadurismo“, afirma Galasso, para quien Borges terminó siendo un “converso” obligado por las circunstancias a “ser más gorila que nadie” para no levantar sospechas.

Según Horacio González, sociólogo y ex director de la Biblioteca Nacional, el apartamiento de Borges de sectores nacionales y populares se debe a que el escritor pertenecía a “una Argentina anterior al peronismo, movimiento “vinculado a una sociedad industrial que no tiene ninguna relación con su idea del uso del lenguaje”.

Por su parte, el escritor Santiago Kovadloff afirma que el lenguaje de Borges no es antiperonista sino de reflexión, porque “está alejado de las consignas ideológicas desde una profunda originalidad”. Además, según el ensayista, el peronismo estaba identificado con “todas las ideologías que en ese momento expresaban una posición autoritaria y cercana, en muchos aspectos, al fascismo”.

Luego del derrocamiento de Perón en 1955, Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional gracias a la influencia de Victoria Ocampo, quien luego diría que su amigo le debía ese cargo “a ella y a la Revolución Libertadora”. En julio de 1963, pocos días antes de las elecciones nacionales, se afilió al Partido Conservador y apoyó la lista encabezada por Juan Manuel Martínez de Hoz.

El miércoles 19 de mayo de 1976, Borges almorzó con el presidente de facto Jorge Rafael Videla, quien décadas más tarde sería condenado por crímenes de lesa humanidad. Ese mismo año, el escritor recibió la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República de Chile de manos del dictador Augusto Pinochet. “Esa fue una postura de la cual, con el tiempo, Borges habría de arrepentirse”, opina Kovadloff, para quien el escritor “no midió la magnitud de esas dos dictaduras”.

Sin embargo, más allá del arrepentimiento mencionado por Kovadloff, Borges hizo declaraciones polémicas, como “la democracia es un crimen de la estadística” y “la decadencia del país está ligada a la Ley Saenz Peña”, en referencia a la norma que estableció el voto universal, secreto y obligatorio. Borges no fue “la figura del demócrata ideal”, según González, pero “su antidemocratismo no se puede tomar en serio” porque “usó las formas más mortíferas de la ironía”.

Los posicionamientos políticos de Borges tuvieron cambios tan marcados que no queda claro si fue, como dice González, “un hombre difícil de influenciar, que marcaba una fuerte tendencia en su círculo” o, como sostiene Galasso, “un intelectual al que, en un país semicolonial donde la presidencia era influida y manejada por grandes imperios, se le hacía muy difícil ser independiente”.