Por Ariel Stemphelet


—¡Mierda! ¿Qué es esta vaina tan dura? —se queja María sin dejar de pedalear.

Es una tarde calurosa en Buenos Aires. El cielo está oscuro y a las ocho, una espectacular tormenta de granizo se descarga sobre la ciudad y sobre María, con hielos del tamaño de una pelota de golf.

Ella viene de repartir un combo de McDonald’s sobre Callao, cerca de avenida Del Libertador. No tiene casco, mucho menos una campera impermeable. Musculosa, calza, zapatillas y la caja naranja con el logo de Rappi en la espalda. Va en bici, quiere llegar rápido a resguardarse en su base: Junín y Vicente López, el lugar desde el que visualiza los pedidos que la plataforma de delivery le asigna.

La de esta tarde fue la primera tormenta con granizo que vivió, después de tres meses trabajando como rappitendera y sólo siete en Argentina. La gravedad de la crisis la obligó a huir de su país natal, Venezuela, donde el clima es cálido y lluvioso.

—No graniza —cuenta mientras espera que le caiga un pedido.

Rappi es una plataforma digital que brinda servicio de mensajería, comercialización y delivery a cientos de bares, restaurantes, kioscos y farmacias por medio de repartidores y repartidoras, llamados ”rappitenderos”, encargados de buscar y llevar pedidos puerta a puerta. Nacida en Colombia, desembarcó en Argentina a principios de 2018 y logró instalarse dentro de un mercado en el que convive con otras plataformas como Pedidos Ya, Glovo o la reciente Wabi, que pertenece a Coca-Cola. “Somos una compañía latinoamericana, hecha por latinoamericanos, para latinoamericanos. En un mes promedio tenemos cerca de 4 mil repartidores en Argentina que generan ingresos genuinos, dijo en una entrevista para Infobae Matías Casoy, General manager de Rappi Argentina, cuando la empresa recién había llegado al país.

Una rutina sobre ruedas

La jornada laboral de María suele arrancar cerca de las cinco de la tarde, cuando sale del departamento donde vive, en San Juan y Entre Ríos. Este jueves, sin embargo, se quedó dormida y llegó una hora más tarde. Es que anoche pedaleó casi hasta la madrugada entregando pedidos. En las mesas de un bar de la calle Vicente López la esperan su novio, una amiga y dos amigos, con quienes dejó ‘‘las mejores playas’’ de El Tigre, en Anzoátegui, al sur de Caracas, y viajó a Buenos Aires.

—Tuve que venir porque la situación no daba para más. Dejé a mi familia, dejé mi casa, mi auto y mi negocio de comidas rápidas; o comía o mantenía todo eso. Ahorré plata durante un tiempo hasta que un lunes me di cuenta de que estaba al límite con las fechas del pasaporte, si pasaba dos semanas más no podía salir de Venezuela. Así que el jueves de esa semana ya estábamos en Argentina, con sólo 200 dólares y mucho frío al bajar del avión.

María se recibió de ingeniera en sistemas pero nunca ejerció la profesión, siempre trabajó como vendedora en la calle. Está convencida de que la situación en su país empeoró después de la muerte de Hugo Chávez, ex presidente y líder de la revolución bolivariana, aunque cree que con él la situación tampoco estaba del todo bien. 

—Antes se podía comer bien, podía darme el lujo de salir a tomar algo con mis panas, incluso logré montar el negocio, pero a (Nicolás) Maduro se le fue todo de las manos. No sabe qué hacer, no entiendo cómo no se da cuenta de la cantidad de gente que deja el país o se muere todos los días.

Mientras cuenta su historia, lleva una hora y cuarto sentada… Y los pedidos no caen.

Antes de “rappitendear”, María repartió panfletos de un local de comidas rápidas en Flores, donde también cocinó unos días hasta que se resbaló y una olla con agua hirviendo cayó sobre ella y le generó quemaduras en el pecho. El dueño la llevó al hospital, le pagó 500 pesos y al otro día le avisó que ya tenía reemplazo, que estaba despedida. Unos días después colgó su currículum en internet y la llamaron de un kiosco 24 horas. Aunque le pagaban 500 pesos por día, no aguantó trabajar de de nueve de la noche a nueve de la mañana y renunció.

—Durante esos días fui un zombi —recuerda entre risas.

Un sonido interrumpe su carcajada. Es su celular. Rappi le asignó el primer pedido tras una hora y media de espera. La demora tiene que ver con su puntaje en la aplicación, que está en 46 por ciento porque rechazó pedidos en zonas que no consideraba seguras. Es que si rechazan pedidos o los clientes les dan baja puntuación al momento de entrega, la plataforma les quita puntos del ranking por lo que reciben menos pedidos e incluso les pueden bloquear la app e impedir que continúen trabajando para Rappi.

Hay que llevar una pizza a Parera entre Alvear y Quintana, a diez cuadras: zona segura, aceptar. En su celular empieza a correr un cronómetro que marca el tiempo de entrega: 35 minutos. El restaurante tardó 40 en entregar la pizza, pero ya está dentro de la caja y ahí va. María está acostumbrada al tránsito porteño, esquiva autos y usa la bicisenda. No hay tiempo que perder, sólo la obliga a detenerse el semáforo de avenida Las Heras y Junín. Por la demora, es posible que reciba una queja, un puntaje bajo y que no haya propina.

—Si algo falla, siempre nos perjudica a nosotros. Ni bien empecé, un cliente me canceló un combo de hamburguesas de McDonald’s cuando yo ya lo tenía conmigo. Avisé al soporte de Rappi y me pidieron que lleve el pedido a Castillo 1220, donde está la sede de la empresa. ¿Podés creer que se comieron el combo en frente mío? Me volvió a pasar con unas paletas heladas: me cancelaron el pedido, todavía no lo tenía conmigo pero estaba cerca del local donde tenía que retirarlas. Entré y le dije al que atendía “chico, no las hagas porque el cliente me canceló el pedido”. Cuando salí, miré la aplicación y figuraba que yo tenía el pedido conmigo. No dudé y me comí esa paleta, no voy a pedalear como desgraciada para llevarles gratis el helado a las oficinas, ni hablar de que, durante ese viaje, la app no me deja recibir otros pedidos. Y me resta puntos.

Nuevos empleos, nuevos sindicatos

Rappi no reconoce a María –ni a ningún otro rappitendero– como empleada en relación de dependencia, aunque alguna vez ella llegó a pasar cerca de 12 horas en la calle entregando casi 20 pedidos para ganar mil pesos, una rodilla hinchada y la espalda dolorida. Tampoco tiene un seguro por si le roban la bici, mucho menos un seguro de riesgo de trabajo.

En julio de 2018, un grupo de trabajadores y trabajadoras se organizó y llevó a cabo la primera huelga frente a la sede de la empresa en reclamo de mejores condiciones laborales, contra la imposición de ganancias diferenciadas para antiguos y nuevos rappitenderos (a los nuevos les pagan más con el objetivo de atraer más repartidores) y del aumento de sus ganancias. Ese fue el punto de partida de la Asociación Personal de Plataformas (APP), el primer y único sindicato que nuclea a los trabajadores de Rappi, Glovo, Pedidos Ya y Uber, que se formó con el objetivo de organizar a trabajadores que transportan productos y personas. “Si esta es la economía del futuro, ¿cómo puede ser que trabajemos en condiciones tan precarias? Si este es el futuro de la economía, vamos a tener que construir los sindicatos del futuro’’, detalla el documento de presentación publicado en la cuenta de Twitter @AppSindical.

Ya organizados, un grupo de trabajadores de aplicaciones de reparto se movilizó al Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.

Cuando María llega a destino, la pizza todavía está caliente. El cliente tarda en bajar y cuando llega sólo ofrece seriedad y diez pesos adicionales a los 40 que sale en envío. Podría haber sido peor.

—A veces te tratan mal y te reprochan, olvidate de propina —dice María.

En abril de este año, Ramiro Cayola Camacho, un rappitendero de 20 años, murió atropellado por un camión en la esquina de Eduardo Madero y San Martín, en el barrio porteño de Retiro. En ese momento llevaba un pedido a la zona de Puerto Madero y, según publicó APP en Twitter, “testigos relataron que mientras se realizaban las pericias su celular todavía sonaba insistentemente con pedidos de Rappi’’. Tras el accidente, una compañera de Camacho le mandó un mail a la empresa con la pregunta “¿Quién se hace cargo de mi compañero muerto?’’. La respuesta de Rappi se viralizó:

‘‘¡Hola Antonella! Gracias por comunicarnos esta triste noticia que será una gran pérdida para su familia, reciban de parte del equipo de Rappi nuestras muestras de condolencias por la irreparable pérdida de nuestro Rappi en cumplimiento de la labor. Saludos’’.

María reconoce las inseguridades de su trabajo y la exposición a la hostilidad de la calle, pero también encuentra una parte positiva.

—Quisiera tomarme dos o tres días para descansar y reposar, pero si lo hago directamente no como, mucho menos podría comprarme la medicina, que acá es muy costosa. Acá trabajo sin jefes, para mí eso es fundamental porque a esta edad no quiero depender de nadie que me dé órdenes. Tu dime cuál es mi función dentro de tu empresa y yo cumplo. También me gusta no tener horarios: yo ahorita estoy buscando algo más porque no me alcanza el dinero y, en caso de encontrar, podría acomodar mejor los horarios.


La plataforma tiene su sede principal en Bogotá, donde está considerada entre las empresas de mayor valor, y opera en países como México, Brasil, Uruguay y Chile. En Argentina está activa en Buenos Aires, Córdoba y Rosario, donde recluta a personas con necesidades económicas bajo un concepto marketinero que afirma que los rappitenderos no son trabajadores formales sino microempresarios, “porque disponen de su propio tiempo’’, según dijo Casoy a la prensa.

—Los viernes se suele trabar la aplicación y se descontrola, al punto que me han llegado a caer 47 pedidos. Uno de esos días el descontrol era tal que nos llamaban desde el soporte para asignarnos cada pedido. Venía de hacer una entrega y suena mi celular, atendí y era una chica que me llamaba desde las oficinas de Rappi en Colombia para que lleve una pizza a 7 kilómetros de donde estaba. Es cerca, me decía. Al día de hoy no lo puedo creer y me causa gracia. ¿Cómo me van a llamar desde tan lejos y mandarme a un lugar que ni siquiera conocen?

Al llegar a la base se encuentra con sus amigos y una alarma no tarda en sonar. María la activó para recordarle a una de sus colegas rappitenderas que se terminó el tiempo de uso de la ecobici con la que entrega pedidos. Los que vuelven de un reparto, se quejan de las fallas en la aplicación, la poca propina, el maltrato de los clientes y cuentan que un restaurante obligó a uno de ellos a esperar afuera.

—Este es nuestro momento de catarsis, de descarga. Acá nos contamos todo y tratamos de bajar, de reírnos de lo que nos pasa.

Pasa media hora y cae otro pedido, hay que llevar el postre a alguien que, seguramente, ya cenó: un pote de un kilo de helado. El trámite es rápido porque en el local no tardan demasiado en entregarlo. Una vez dentro de la caja, a pedalear. Durante el camino, María pasa por el frente de un supermercado que le trae otro recuerdo, otra historia. 

Hace un par de semanas me cayó un pedido que era básicamente una compra semanal en el supermercado —cuenta después de entregar el helado a una adolescente que ya tiene el pijama puesto—. La lista incluía botellas de cerveza y gaseosa, comida, pan y algunos paquetes. Sólo con las botellas ya pasaba los 8 kilos que puedo cargar en la caja.A veces la gente pide y pide, sin tomar conciencia de que no somos un camión de reparto.

Faltan 20 minutos para la medianoche y ya no sirve de mucho seguir en la calle. María desactiva la aplicación y se prepara para pedalear hasta su departamento en Constitución. No tiene que llevar ningún pedido a tiempo, sólo llegar y entrar con su bici sin que nada pase. La zona le parece insegura y cada regreso se siente como un desafío. Espera poder dormir bien. Necesita descansar, porque mañana también se rappitendea.