Por Mariana Catalano

Expulsa las palabras de su boca en un tono muy acelerado pero nada desinteresado. Se preocupa por contestar todo lo necesario, y prácticamente todas sus oraciones finalizan diciendo: “¿Se entiende, mi amor?”. Laura Meza (54) es trabajadora sexual y delegada de la Asociación Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR) en el barrio de Flores. Ejerce desde hace 27 años, hace 25 se especializó en diversidad funcional y repite muy segura: “El sexo y la discapacidad van de la mano”

Relaciones sexuales y discapacidad no es una búsqueda fetiche en una web de pornografía, es una realidad que muchos prefieren mantener oculta porque, aún hoy, en 2020, sigue generando incomodidad. “Somos hipócritas, no se habla de lo que molesta”, sacude Meza. 

A los dos años de comenzar a trabajar te especializaste en diversidad funcional. ¿Lo sentiste como una decisión personal o como algo que se dio naturalmente?
—Lo decidí de una manera natural. Todo empezó con un cliente que tenía discapacidad motriz, había perdido una pierna y tenía una prótesis. A él le costaba mucho abrirse, el pudor de quitarse la pierna para tener sexo. Notar que esa persona fue haciendo el proceso conmigo, que en mí encontró la contención que necesitaba, y que al final de cuentas tenía relaciones al igual que el resto de las personas, me hizo ver que todo estaba bien. Sobre todo, por qué no ayudar, por qué un discapacitado no puede tener deseos sexuales, y por qué una trabajadora sexual no puede atender a un discapacitado. 

No le gusta definir su elección como una vocación sino como un servicio de ayuda mutua. Pero hay algo en la sensibilidad de Meza que es un plus. Antes de desempeñarse como trabajadora sexual era enfermera, y atribuye a eso esa capacidad diferente para tratar con personas con discapacidad. 

¿Considerás necesarios los conocimientos extra que vos tenías para ejercer?
—Obvio que fueron de ayuda, pero lo indispensable es ser empático con el otro, interesarse por lo que está pasando. Cuando me especialicé sí busqué más información sobre los diferentes tipos de discapacidad, aprender para dar la mejor atención. El encuentro es además enseñarle al otro, sobre todo cuando son jóvenes. Hablar con ellos y hablar con sus familias, explicarles que el hecho de ser discapacitados no quita que no sean personas que quieran tener sexo. Lleva años hasta que un día te encontrás especializada en el tema, pero en definitiva el sexo es igual para todes. 

El entorno, la familia, también intervienen en el contacto. 
—Claro, especialmente de aquellos clientes que por su discapacidad no viven de manera autónoma. Muchos chicos con síndrome de Down, con patologías psiquiátricas, o demás. Siempre hablo con las familias porque la atención necesariamente es diferente, y obviamente en consenso con los terceros. Quiero saber cómo es esa persona, su patología, cómo la lleva. Con los años ese ida y vuelta con su entorno se normaliza. 

La sexualidad es fundante en el ser humano, como reza la página de la Asociación Síndrome de Down Argentina. “Somos seres sexuados desde el mismo momento del nacimiento”, dice. Contribuye al autoconocimiento y a la percepción frente a un otro. Pero esto no implica que todos los encuentros sexuales lleven a un acto penetrativo. Laura relata que tiene todo tipo de clientes, a veces sólo se trata de dar un abrazo, compartir una cena. “El trabajo también es un poco de asistente social y de psicóloga, a veces nos pagan por escuchar”, cuenta. Sabe que la idea de que las trabajadoras sexuales siempre están ofreciendo sexo busca demonizar su profesión. 

Históricamente se dijeron muchas cosas para justificar la creencia de que las personas con discapacidad no tienen que tener sexo, hasta llegaron a catalogarlo como perjudicial para su salud. ¿Por qué todavía hoy se trata de ocultar?
—Es absurdo, pero genera incomodidad. En todo este transcurso me di cuenta de que hay muchas compañeras que no hacen este trabajo, y eso no ayuda. De todos modos, internet fomentó que se abriera mucho más, hay más consumo con esa modalidad de trabajo. En la vía pública no hay mucho, y no sólo por las compañeras sino por los clientes en sí. Hay que derribarlo como todo lo que no permite visibilizar a una parte de la sociedad. Es lo mismo que nos pasa a las putas, sigue siendo tabú. 

¿Percibís una doble estigmatización al ser trabajadora sexual y además especializada en discapacidad?
—Estigmatizada me siento sólo por la policía. Sé que parte de la sociedad tiene también esa mirada, pero ya pasaron tantos años… Ya estoy empoderada como para ponerme en ese lugar. Sé muy bien lo que soy, una trabajadora sexual a la cual le gusta mucho poder ayudar al otro. Yo ofrezco contención y el sexo que el otro no tiene, y no sólo me retribuyen económicamente, sino que aprendo de la otra persona. Siempre dije: yo no tengo precio, a mí nadie me paga, simplemente me ayuda a seguir adelante.

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