Por Nicolás Clinaz
Cuando vio la cara pálida de su esposa del otro lado del cristal, se le vino el mundo abajo. La luz del mediodía que entraba por la ventana de la habitación se reflejaba en el vidrio del respirador que cubría la cabeza y mantenía con vida al hombre de la cama de al lado. La madrugada anterior había sido difícil: el covid se había llevado al paciente de la cama derecha, después de un mes de batalla contra el virus, y también al periodista Mauro Viale. La mañana había arrancado parecida: su otro compañero había muerto, minutos después de que su familia lo despidiera. Fabián levantó la mano, queriendo saludar a su esposa, pero el medidor de oxígeno parecía de plomo y la bajó abruptamente. Ella lo despidió, aguantándose las lágrimas, con ganas de acariciarlo. Fabián sintió miedo. Cerró los ojos y vio una luz blanca. Recuerda que rezó y se quedó dormido.
Desde el inicio de la pandemia muchos estudios advirtieron sobre las posibles consecuencias del virus para la salud mental: la sensación de estar frente a un monstruo de mil cabezas que arrasa no solo con los pulmones sino también con la mente de la humanidad. Así es que algunos profesionales de la salud mental salieron a clasificar conductas y emociones, a poner etiquetas como hashtags, cuando en realidad, como dijo, Alicia Stolkiner, psicóloga que asesora al Gobierno Nacional, “analizar la posible producción de sufrimiento psíquico de este fenómeno mientras sucede no admite certezas, sino hipótesis y preguntas”.
Un reciente estudio realizado por investigadores de la Facultad de Psicología de la UBA concluyó que 1 de cada 4 (el 24%) pacientes recuperados de covid-19 afirmó sentir síntomas severos de ansiedad, y más de la mitad (56,7%) percibió sintomatología leve o moderada compatible con un trastorno depresivo. También reportaron cambios negativos de memoria y atención. Del mismo modo, en abril, un grupo de científicos publicó un estudio en la revista The Lancet Psychiatry en el que señalaban que el 34 por ciento de un grupo de pacientes infectados de covid-19 en Estados Unidos fue diagnosticado con un trastorno psiquiátrico o neurológico en los seis meses posteriores al contagio. En este caso, los investigadores advirtieron que el 17 por ciento sufrió trastornos de ansiedad y el 14 por ciento trastornos del estado de ánimo, incluida la depresión, aunque no lograron establecer un vínculo con el coronavirus.
Los resultados de los informes no se alejan demasiado de los datos prepandemia. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), una cuarta parte de la población mundial sufrirá a lo largo de su vida algún trastorno mental y unas 350 millones de personas ya padecían de trastornos depresivos y 260 trastornos de ansiedad. En la Argentina, el Primer Estudio Epidemiológico Nacional en Salud Mental, publicado en 2018 en la revista Social Psychiatry and Psychiatric Epidemiology, concluyó que uno de cada tres argentinos mayores de 18 años presentó un trastorno de salud mental en algún momento de su vida, encabezado por los trastornos de ansiedad (16,4%), seguido por los del estado de ánimo (12,3%).
El psicoanalista y escritor Pablo Melicchio observa un incremento en los síntomas emocionales, aunque subraya la importancia de la responsabilidad y la cautela a la hora de hacer diagnósticos prematuros. “Decir que una persona tiene síntomas de depresión es tirarle a la población otro virus y es muy nocivo. Nos quieren hacer creer que se está propagando el virus de que la pandemia crea patologías mentales. No debemos confundir síntoma con enfermedad. Angustia, agobio, tristeza y miedo son síntomas esperables de un estado de catástrofe y hay que prestarles atención”, explica.
Si bien todavía le costaba respirar y se sentía muy cansado, los primeros días después del alta, Fabián no habló. “Es difícil estar solo y ver que la gente se muere alrededor tuyo. Pensás que en cualquier momento te toca a vos. Además, los pacientes internados sufren mucho en la terapia intensiva. Una vez que te entuban, los médicos hacen lo que pueden con tu cuerpo para que vivas. Ver eso es terrible. Por suerte, me hice fuerte mentalmente y pude salir”, cuenta mientras su familia lo observa alrededor de la mesa, y recuerda el graph del noticiero el día que lo dieron de alta: Salud mental: la otra pandemia. Hace algunas semanas arrancó una terapia psicológica y volvió a trabajar, pero muy de a poco: “La vida me dio una oportunidad y la tengo que aprovechar”.
María Teresa Calabrese, psiquiatra, psicoanalista especializada en enfermedades psicosomáticas y miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), explica que en ocasiones existe un sobrediagnóstico de enfermedades mentales y considera que los profesionales de la salud deben extremar los cuidados en su mensaje. “Se dicen nombres y diagnósticos rimbombantes porque son muy efectivos en los medios. Podría decirse que hay una patologización de los síntomas. No se puede hablar de una pandemia de salud mental porque no sabemos si la hay. Sí sabemos que hay una pandemia de coronavirus que afectó a todo el mundo y que afecta la salud emocional”.
“El tiempo está fuera de quicio”, dijo Hamlet en la obra de Shakespeare hace más de 500 años. Podría también decirlo ahora, para describir este presente cargado de incertidumbre al que llamamos “nueva normalidad”, y en el que las ganas y los proyectos a corto y mediano plazo quedaron hibernando, confinados. El motor de la vida se estancó. Entonces, el planteo de la presidenta de APA, Gabriela Goldstein, interpela: “¿Cómo hacer en este tiempo angustiante y compulsivo para no estar desquiciados?”.
Al igual que a Fabián, el destino le dio otra chance a Stephanie: en 2013, le detectaron cáncer y después de un largo período de quimioterapia, recuperó su vida. “Este es mi segundo confinamiento, pero es diferente. El anterior me afectó a mí sola. Ahora, le toca a todo el mundo y me siento parte de ese conjunto”, dice la abogada que trabaja en el equipo de auditoría del Ministerio de Educación de la Nación. Si bien no tuvo coronavirus, el encierro en un departamento, el miedo a morir por su enfermedad preexistente y el aburrimiento que le provocaba la rutina le jugaron una mala pasada. “En un momento no le encontraba sentido a la existencia. Me preguntaba: ¿Para qué me levanto? No es que me quería suicidar, pero hice un análisis tan profundo de la situación que mi cabeza me llevó a lugares que no están buenos”, cuenta y corta la llamada porque su jefa le agendó la tercera reunión de la tarde.
Julieta Calmels, subsecretaria de Salud Mental, Consumos Problemáticos y Violencias del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires, dice que una de las claves para comprender de qué manera la pandemia afecta la salud mental de la población radica en la heterogeneidad de realidades y experiencias. “Hay que tener en cuenta que estamos atravesando una situación terrible y es normal que el psiquismo esté en cierto estado de alerta, pero no afecta a todas las personas de la misma manera. Hay gente que por una patología previa o por ser víctima de violencia, por perder su trabajo o no tener para comer, presenta una situación de mayor vulnerabilidad e impacto”.
Con la segunda ola de contagios, volvieron las clases virtuales, las reuniones por zoom con amigos, los controles en la Panamericana y, para muchos, la incertidumbre de llevar un plato de comida a casa. Por eso, es esperable que el campo mental se active y resienta. “Hay que estar atentos a los síntomas emocionales y actuar. Si es necesario pedir ayuda, pero no dramatizar la situación y analizar cada caso. Mucha gente solamente necesita a alguien que la escuche y no un psicofármaco. A veces se medican los sentimientos”, señala Calabrese. Además, enfatiza en la complejidad de los diagnósticos psiquiátricos: “A veces, una persona está triste y el mismo médico clínico le receta un antidepresivo. Eso no quiere decir que padezca un trastorno depresivo mayor. Hay que ser cuidadosos con el Manual de Diagnóstico Estadístico (DSM) porque reúne un montón de síntomas y los encuadran dentro de una enfermedad, cuando en realidad lleva mucho más tiempo de trabajo”, señala.
Son las nueve de la mañana y Stephanie prende la computadora. Mientras se prepara el mate, revisa los mails de la madrugada y se acomoda en la misma silla que hace más de un año le sostiene la espalda. Está cansada. Durmió menos de lo necesario y los dolores de espalda empezaron a llegar al cuello. “Decidí cambiar de trabajo, arranqué a estudiar una especialización y estoy dando clases en la universidad, todo para tapar el vacío y angustia existencial”, describe. Desde su experiencia, el coronavirus destapó una olla a presión que estaba por estallar, solo que la rutina no permitía verlo: “Uno iba guardando cosas, acumulando, hasta que la pandemia nos puso mano a mano con nosotros, y hoy no hay forma de escapar de eso. Es duro porque no hay un futuro cercano, pero hay una salida y depende de cada uno cómo encararlo”.
También es verdad que parte de las respuestas que la sociedad busca son más profundas que la mera enumeración de conductas y emociones. Quizá la manera de entender el qué y el porqué del presente involucre la tarea de voltear la cabeza y mirar hacia atrás. En palabras de Lalo Mir en su descargo antimachista: “¿Qué nos pasa? No somos parte del problema, somos el problema”. Lo cierto es que la pandemia se encontró con una sociedad autoexigida, hiperconectada y anestesiada, en la que el dolor es síntoma de debilidad y el like actúa como un analgésico que anula el sufrimiento. Como describe el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “hemos vivido durante mucho tiempo sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente”.
Sputnik V, con letra imprenta mayúscula color negro, dice el cartón que muestra Fabián. Ahora, puede abrazar a su familia, la tiene más cerca y se siente menos solo. Además de salvar vidas, la vacuna marca un camino entre tanta incertidumbre. Calmels destaca su importancia como hecho social: “Corta el presente continuo, como un golpe, y permite pensar en un antes y un después, en un horizonte. Es una inyección de vida”.