Por Nicolás Clinaz

La primera vez que Misael vio la serie “La casa de papel” tuvo un déjà vu. Sintió que lo que miraba en la pantalla ya lo había vivido. Fue como encender el fuego de los recuerdos, como echarle alcohol a las llamas. Su mente volvió casi veinte años atrás, a principios de abril de 2002. En su memoria tenía impregnada aquella visita a un “cliente” de su papá en Isidro Casanova, bastión del peronismo en La Matanza.

-El tipo le debía guita y nos hizo entrar a un galpón al lado de su casa.

Ese hombre, que meses después sería detenido por el juez federal de Morón Jorge Rodríguez, tenía una especie de “Casa de la Moneda” en el oeste del conurbano. En la peor crisis de la historia argentina, ese hombre tenía la máquina que falsificaba el dinero que circulaba en los clubes de trueque: los créditos.

Misael recuerda que una noche su papá, Ariel, llegó con el maletín y dio la orden de que tanto él como su hermano mayor, Yoel, esperaban: “Diviértanse y se van a dormir que salimos en un rato”.

Enseguida lo abrieron arriba de la mesa de la cocina y se repartieron el botín. Un pilón de “arbolitos” para cada uno. Esos papeles color amarillo pálido y con el dibujo de un ombú no sólo hacían las veces de naipes improvisados, sino que también les cumplían el sueño a cualquier pibe de seis y diez años: comprar todo lo que se imaginaran. Misael planeaba conseguir algunas golosinas para los pibes del barrio. Yoel pensaba en un balero de madera, pero el sueño lo vencía. A la vuelta, tenía que ayudar a su mamá en el almacén. Esta vez le tocaba a él.

El bono de intercambio que servía como moneda interna de la red

Afuera, Ariel preparaba el Peugeot 504 verde para salir en unas horas. Le había arrancado los asientos traseros para transformarlo en una especie de mini camión de transporte de mercaderías. Los hermanos sabían que les esperaba un trayecto de casi dos horas, desde lo profundo de San Justo hasta Bernal. Sus espaldas sufrían: la última vez que el auto había tenido amortiguadores su papá todavía tenía trabajo. Ariel era uno de los casi 20 millones de argentinos que tenían problemas de empleo, aunque afortunadamente le escapaba al 53 por ciento que había caído en la pobreza.

Era una de esas noches en las que la humedad pega la ropa al cuerpo. Su papá los dejó justo antes del amanecer en la esquina de Avenida Lamadrid y Condarco, en la parte trasera de “La Bernalesa”, el club de trueque más grande de la zona sur del conurbano. El lugar había alojado la tercera fábrica de algodón más grande del mundo. De aquel imperio textil sólo quedaba un cartel con el nombre. Ahora hacía las veces de refugio de unas quince mil personas que habían sido expulsadas del sistema económico después del crack de diciembre de 2001.

La Bernalesa durante la crisis de 2001

Yoel y Miseal caminaron unos metros hasta el sector de los alimentos. El plan era el de siempre: dividirse, comprar y encontrarse en una hora en ese mismo punto. “Había de todo: peluquerías, electricistas, profesores, comida, ropa usada, lo que se te ocurra. Era la única forma de sobrevivir que tenía la gente”, recuerda Yoel, a quien ese mundo caótico y desconocido para un nene que iba al primario le nublaba la vista y hacía sentir importante. En dos minutos había cumplido su tarea. Tenía los packs de leche que faltaban en el almacén. Sin embargo, había gastado casi el doble que la semana anterior y la ilusión del balero se había diluido.

Lo cierto es que la salida de la convertibilidad había perforado la moneda nacional. Con un país quebrado, once provincias y el Estado Nacional improvisaron. Emitieron cuasimonedas -bonos del Tesoro- para asegurar el pago de salarios y obligaciones. Aunque resulte increíble, los bolsillos de los y las argentinas se inundaron de papelitos de colores: Patacones, Lecops, Lecors. Peor aún, esos billetes parecían cargar con el karma de la incertidumbre de una Argentina en llamas. No todos los comercios los aceptaban y otros le asignaban un valor mucho menor en relación al peso.

En ese contexto, La Bernalesa era uno de los casi 6200 centros de intercambio en toda la Argentina de la Red Global Trueque, la primera organización nacional, con 1,2 millones de asociados que, contando a integrantes de los grupos familiares, representaban unos seis millones de personas. Rubén Ravera, uno de los fundadores, tenía su oficina justo arriba de unos de los pabellones principales del trueque. Aún hoy, después de 20 años, se siente orgulloso:

Surgió como una reacción de la gente ante la desesperación de una crisis escalofriante.

Ravera y su equipo en el Club del Trueque

Ravera se encargaba de organizar los nodos de la red -clubes- y de la emisión de los “arbolitos”, la moneda que circulaba por los establecimientos del país. Así lo explica: “El trueque fue una economía social por fuera del sistema capitalista. Era un círculo cerrado en el que cada prosumidor -productor y, a la vez, consumidor- trocaba bienes y servicios. Para igualar el valor, se emitía un bono de intercambio que servía como moneda interna de la red: el crédito”.

Misael disfrutaba del trueque. Con sólo seis años, había adquirido un don para el regateo. Nadie negociaba mejor que él. “Me sentía Ricardo Fort. Llegaba con un fajo de papelitos y compraba todo el puesto”, dice entre orgulloso y algo nostálgico. En el fondo, sabía que algo olía a podrido. Los créditos truchos con los que compraba la mercadería para el almacén generaban una desconfianza que arrastraba hacia el desplome a la moneda truequera. A mediados de 2002, los créditos entraron en una espiral no muy diferente de la que se cargó al austral a fines de los 80. El resultado: una híper de hasta tres mil por ciento en algunos productos y el trueque al borde del abismo.

La red sostuvo a una sociedad desbordada, pero la falsificación desató un descontrol dentro del sistema. Se tocaron intereses complicados. Estuvo involucrada la CAME, punteros y partidos políticos”, describe Ravera, y su voz muestra que el mal trago de los reiterados allanamientos todavía le anuda la garganta. Lo acusaban de tener la Casa de la Moneda de créditos truchos. Quince años después fue absuelto.

Yoel no olvida que esa mañana de principios de abril de 2002, mientras cargaban la mercadería, llegó la policía. Con su hermano encontraron un hueco en el fondo del baúl para escabullirse. Ariel puso primera y dejaron atrás La Bernalesa. La primera excursión del día estaba cumplida. Los esperaba otro maletín de “arbolitos” arriba de la mesa de la cocina. Los esperaba otro club de trueque cerca de casa. 

La Bernalesa es hoy parte de un polo industrial