Por Luciana Mina
“Estábamos comiendo en un bar en Palermo cuando vimos por televisión que habían intentado matar a Cristina; mientras se repetía la imagen del arma gatillando su cabeza, un comensal de otra mesa exclamó ‘¡casi!’ de forma irónica, como festejando, por poco no nos fuimos a las manos. Eso nos motivó a venir para acá”, contó una chica de 26 años que llegó a las 21:30 a la esquina de Juncal y Uruguay, frente a la casa de Cristina Fernández de Kirchner, algunos minutos después de que un hombre intentara dispararle en la cara a la vicepresidenta.
Cuando llegaron, la escena era la de un crimen: cintas amarillas delimitaban el área y un cordón policial prohibía el paso a la zona del atentado y rodeaba uno de los autos oficiales. Los medios de comunicación se agolpaban en la primera fila, al límite de la zona restringida. La Policía Federal peritaba el lugar mientras una brigada antiexplosivos revisaba los autos de la comitiva de la vicepresidenta, dos Toyota blancos polarizados, que durante toda la semana habían estado al alcance de los transeúntes y de quienes iban a saludar o pedirle autógrafos a la Vicepresidenta.
De a poco, empezaron a acercarse simpatizantes, curiosxs y funcionarixs políticxs en apoyo a la mandataria. Las caras mostraban preocupación y angustia, con expresiones rígidas y la mirada atenta a cada movimiento del lugar. Entre lxs referentes estaban el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof; la intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza; lxs diputadxs Leopoldo Moreau y Victoria Tolosa Paz; el sindicalista Roberto Baradel, la funcionaria bonaerense Daniela Villar y la presidenta del INADI, Victoria Donda. “Veo las cintas que dicen escena del crimen y me da escalofríos”, comentó un hombre de alrededor de 34 años que había llegado al lugar con su pareja. La misma esquina que la semana pasada había estado ocupada por un puesto de choripanes y rodeada de cientos de militantes fervorosos, ahora era requisada por policías con trajes especiales.
Apenas iban llegando, lxs manifestantes se abrazaban, contaban cómo se habían enterado y se preguntaban qué hubiera pasado si las balas se disparaban. “No sé qué hubiera pasado conmigo, pero seguro estaría llorando, se prendía fuego todo”, dijo un joven. Otra mujer conversaba con una amiga y comparaba la situación con la del atentado contra el Papa Juan Pablo II y los asesinatos de John F. Kennedy o John Lennon. Por momentos, las conversaciones se interrumpían con cantos en solidaridad a Cristina pero pronto se apagaban. El clima era de tensión y conmoción.
A medianoche, mientras hablaba el presidente Alberto Fernández por cadena nacional, la multitud escuchaba el discurso en sus celulares. Más gente había llegado ya a Recoleta. También la “Murguita Compañera”, según rezaban las letras fileteadas en el bombo con platillo de uno de sus integrantes. Las luces en el departamento de la vicepresidenta continuaban encendidas pero nadie se asomó por la ventana.
“Como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”, se escuchó apenas terminó el discurso del presidente, un canto vinculado a la historia reciente argentina, cuando los militares no habían sido juzgados por los crímenes de lesa humanidad. Pero muy rápido los manifestantes retomaron el cancionero más actual del peronismo, el que acompañó los doce años de gobierno del kirchnerismo y la resistencia al macrismo.
Alrededor de la una de la mañana, la mayoría de los que estaban frente a la casa de Cristina Fernández eran jóvenes de entre 20 y 35 años; en agite constante, con un clima más alegre pero no de festejo. A esa hora, llegó una comitiva de La Matanza con un banderón azul de 10 metros de largo. Una bandera de José C. Paz y un banderín de Asociación del Personal Legislativo ya flameaban. Una chica llevaba un piluso de Barrios de Pie. No había mucho “aparato”, señal de que la convocatoria había sido espontánea, un buen punto de partida para lo que ya se había puesto en marcha: la organización para hoy de manifestaciones en todas las plazas del país.