Por Renata Sicaro, Delfina Alderete y Micaela Toloza

El 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín asumió como presidente de la Nación, tras haber ganado las elecciones del 30 de octubre con casi el 52 por ciento de los votos. Desde los balcones del Cabildo de Buenos Aires, el mandatario aseguró, ante una multitud enfervorizada, que se abría un período de “cien años de libertad, paz y democracia”.

El pueblo se había volcado masivamente a las calles para celebrar el fin de una dictadura militar que durante siete años y más de ocho meses se había convertido en la más sangrienta de la historia de la Argentina.

El gobierno de facto que comenzó el 24 de marzo de 1976 dejó saldo negativo en todos los aspectos: 30.000 desaparecidos, presos políticos, miles de exiliados y perseguidos, represión y censura, desocupación de dos dígitos y una deuda externa de 13 mil millones de dólares, más de tres veces los 4 mil millones de fines de 1975. Además del duelo que generó la guerra de Malvinas.

Como había ocurrido en 1973 con la asunción del peronista Héctor J. Cámpora luego de siete años de otra dictadura, el pueblo copó las calles en todo el país, sin distinción de banderías políticas, para celebrar una democracia que este 2023 cumple cuarenta años.

“El pueblo, unido, jamás será vencido”, fue una de las principales consignas que se escucharon ese día, con la gente mirando el Cabildo, todavía de espaldas a la Casa de Gobierno. Después de una campaña electoral que fue muy dura, ese 10 de diciembre no hubo antirradicales ni antiperonistas, solo la emoción compartida de los argentinos, después de tanto tiempo de oscuridad.

Las elecciones se habían realizado el 30 de octubre de 1983 y Alfonsín triunfó con el 51,7 por ciento de los votos, frente al 40,1 del peronismo. El día antes de las elecciones se agotaron los pasajes ferroviarios gratuitos para los ciudadanos que querían emitir su voto y debían viajar a los lugares de residencia consignados en los padrones.  

El día de la asunción, Alfonsín leyó un extenso mensaje ante la Asamblea Legislativa, luego se trasladó en un Cadillac descubierto hasta la Casa Rosada, donde recibió de manos del general Reynaldo Bignone –el último de los cuatro presidentes de facto– los atributos de mando, y tomó juramento a sus ministros y secretarios de Estado. Desde los balcones del Cabildo, ante una multitud que vivaba su nombre, Alfonsín inauguró el inicio de un período que fue difícil, por los resabios de la dictadura, el desastre económico heredado, la presión de las revueltas “carapintada” y el lento camino hacia la consolidación de esos soñados “cien años de democracia”.  

Durante el cierre de la campaña electoral del Partido Justicialista, Herminio Iglesias, candidato a gobernador bonaerense, había quemado un ataúd con las siglas UCR frente a una multitud de entre 800.000 y 1.200.000 personas y ante las cámaras de todos los canales de televisión. Un papel envuelto con fuego en la punta funcionó como antorcha o Magiclick. Una corona fúnebre y un cajón enclenque, de cartón, con los colores y las siglas de la UCR, el nombre de Alfonsín y el Q.E.P.D redundante. El fuego hizo su trabajo. Los analistas políticos consideraron que el exabrupto de Herminio conspiró contra Ítalo Luder, el moderado candidato del justicialismo.

Ya en el poder, Alfonsín afrontó conspiraciones militares, hiperinflación, saqueos, protestas de los trabajadores. La creación de la Conadep y el juicio a las Juntas Militares fueron pasos importantes, que tuvieron retrocesos con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que limitaban el juzgamiento a los militares responsables del genocidio. Aunque tuvo que dejar su mandato en forma anticipada y traspasar el mando a Carlos Menem, Alfonsín es recordado y reconocido como “el padre de la democracia”, por propios y extraños.