Por Juan Mango
El jazz, un género musical surgido hace más de un siglo, sigue resguardado en la improvisación y en las jams nocturnas, eventos donde los entendidos logran apreciar su esencia de manera genuina. Como si fuera un tesoro oculto para los amantes de la música en vivo, el género es tan exigente por naturaleza que su público lo entiende y respeta. El lado subyacente del asunto es que gran parte del mundo del jazz pasa desapercibido para los medios de comunicación.
El género jazzero se regenera todo el tiempo y se abstrae del concepto de “producto”, propio de los hits que surfean en la crema de los éxitos del momento y después de un tiempo terminan en una larga lista de canciones que supieron estar en ese podio. El jazz sobrevive gracias a un nicho de usuarios, entre quienes prevalece el goce de estar presente frente a una obra de arte llena de detalles que vale la pena detenerse a apreciar. Tanto el público como los músicos van a disfrutar de la improvisación que termina creando una sinergia entre ambos.
Es verdad que hay mucho prejuicio a su alrededor, en una sociedad en la que prevalece la instantaneidad y los pequeños detalles se pierden en lo macro. La improvisación jazzera está repleta de fragmentos que, si no se les presta atención, pierden su riqueza. El género ha perdido popularidad ya que los medios lo muestran como un género elitista, cuando en realidad para aquellos que lo disfrutan con frecuencia se trata de un modo de desconectar y disfrutar de buena música mientras se toman un trago. El jazz nació en la calle y hoy en día sigue viviendo en ella, en la madrugada, en la vereda, en las jams, donde se genera un contacto constante con la gente.
En las jams, los jazzeros se juntan a improvisar con sus instrumentos como si fuera un potrero, rompiendo toda estructura o ley a la hora de tocarlos. La improvisación permite siempre la transgresión, el error que incomoda, porque en la búsqueda continua de lo distinto, de lo extraordinario, está su esencia.
Desde la perspectiva de un músico que participa en las organizaciones de jams, la experiencia es verdaderamente única. “Lo que necesitamos es expresarnos, si logramos congeniar con otros para poder comunicarnos es algo muy grato de sentir”, dice Lucas Colagiovanni, baterista de jazz y profesor. “Como músico, voy a una jam a ver qué va a hacer el otro, sea algo bien visto o malo, tiene que transgredir para lograr algo interesante y que al músico que esté al lado, sea yo o cualquiera, pueda unirse mediante su subjetividad”.
Una de las razones por la que todo músico jazzero ensaya varios días a la semana es el valor humano. Lucas explica que, como músico, siente la necesidad interna de expresar lo que le pasa: “Hay veces que tocás tan bien y tan en sintonía con tus pares que sentís una conexión super genuina con vos mismo. El valor humano que se puede lograr expresando música es la zanahoria de muchos, por eso ensayamos cuatro horas por día, con el fin de lograr ese éxtasis total. Cuando conocí la improvisación no paré de estudiar jazz porque es introspectivo, o sea, muy personal. Pero a la vez se transforma en algo tribal, en donde eso personal se logra congeniar de forma fluida con otras personas, logrando una liberación hacia fuera.”
Charlie Parker, compositor y saxofonista estadounidense, creía que era muy bueno hasta que lo echaron de una jam, el baterista le había tirado uno de sus platillos con tal que se fuera. Herido en su amor propio, se encerró en su casa a practicar hasta que, después de varios meses, se volvió a presentar en la misma jam. Esta vez, el público quedó impresionado porque había inventado una forma de tocar el saxo que hasta hoy sigue influyendo.
Las jams se convierten en un espacio donde músicos desconocidos pueden encontrarse y conectar. En una profesión que puede ser solitaria, en la que muchos jóvenes estudian solos en sus casas, estos encuentros son el espacio donde relacionarse y descubrirse mutuamente. Hay músicos que, al tocar para pocos, se sienten más especiales y se desafían interpretando composiciones más difíciles.
Víctor Ponieman, ex dueño del espacio cultural Notorious, cuenta cómo era organizar jams: “Mi recuerdo es que eran muy divertidas; siempre tenía que haber un trío musical de base para que pudiera venir cualquiera y unirse tocando su instrumento. Lo organizaba todo un músico que era el encargado de llamar a los otros para subir al escenario, lo mismo sucedía con la improvisación. He visto más de diez músicos en el escenario, muchas veces se convertía en algo caótico y, otras, muy organizado, no había punto medio. Las jams nos resultaban ideales, descubrimos músicos que después tocaron en Notorious”.
―Al ofrecer un espacio cultural generás visibilidad hacia los músicos. ¿Sentís que lograste un aporte a la comunidad jazzera?
―Yo creo que sí, el aporte era super importante para lograr la conexión entre músicos. Se han formado grupos hoy en día vigentes que se conocieron en Notorious. Asimismo, muchos músicos que no tenían dónde tocar, y se la pasaban ensayando en sus casas, venían a Notorious en búsqueda de visibilidad.
Santiago Rodríguez Cosentino, músico y organizador de El After Jam, coincide: “Creo que el mejor aporte es un espacio donde se pueda habitar socialmente para músicos que no tenían ese lugar para coexistir de esta manera cultural. Muchos músicos trabajan en bares de coctelería de alto nivel, pero en esos lugares no pueden explayarse como músicos. En cambio, en una jam, sí.”
El jazz tiene muchísimo reconocimiento para la gente que integra el movimiento, no tanto a nivel social. Por eso existen las jams. En los años cuarenta, los jazzeros tocaban en cabarets para un público reservado, como trabajo profesional y pago. Al terminar las presentaciones, se armaban jams dentro del mismo lugar. Así empezaba todo: puertas adentro y para entendidos, como sucede en la actualidad.