Por Sol Vega
Mientras habla, Juan Gil Navarro recuerda una imagen: un director británico, en medio de un paisaje rocoso, colocando una luz junto a sus técnicos. “Hay una famosa foto de David Lean haciendo eso. Esa imagen sintetiza lo que es filmar. Hacer cine es una aventura enorme, incluso cuando hay dinero, porque todo puede salir mal”.
Esa sensación —la del esfuerzo, la del oficio, la del trabajo colectivo— atraviesa también al cine argentino, que hoy vive un momento de redefinición. Desde la publicación del Decreto 662/2024, el gobierno de Javier Milei modificó la reglamentación de la Ley de Cine N° 17.741 y cambió la estructura del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), el organismo que desde hace décadas promueve, fomenta y regula la producción audiovisual del país.
El decreto dispuso que el INCAA dependa administrativamente del ex Ministerio de Capital Humano (hoy Secretaría), lo que implica un mayor control estatal sobre su presupuesto y su funcionamiento. Hasta entonces, el Instituto era un ente público no estatal y autárquico, con la capacidad de administrar sus propios recursos sin la intervención directa del Poder Ejecutivo.
Esa autonomía tenía un sentido claro: el INCAA se financia, en su mayor parte, sin aportes del Tesoro Nacional. Su presupuesto proviene del Fondo de Fomento Cinematográfico (FFC), que se integra con un 10 por ciento del valor de las entradas de cine, otro 10 por ciento de la venta de videogramas (como DVD o Blu-Ray) y un 25 por ciento de la recaudación del Enacom, que proviene de los impuestos que pagan los canales de TV y los servicios de cable.
El Gobierno argumentó que el Instituto debía “transparentar” sus gastos y optimizar su estructura. En los fundamentos del decreto se detalla que en 2023 el INCAA solicitó 1.900 millones de pesos del Tesoro Nacional para cubrir gastos operativos —como el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata o Ventana Sur— y acumuló una deuda de 700 millones de pesos con proveedores. Para la administración actual, esos números evidencian ineficiencia y desvío del objetivo principal: fomentar la producción cinematográfica.
Del otro lado, buena parte del sector audiovisual ve la medida como una pérdida de independencia que pone en riesgo el sistema que, durante décadas, permitió sostener una producción diversa, capaz de convivir entre películas comerciales y proyectos independientes. Entre esas voces se encuentra Juan Gil Navarro, actor con una amplia trayectoria en cine, televisión y teatro, que defiende la existencia del INCAA más allá de cualquier coyuntura política. “Su función es salvaguardar la pluralidad en la visión del cine y, al mismo tiempo, nuestra identidad nacional. Sin esta pata fuerte que diga quiénes somos y de dónde venimos, es muy difícil poder contar historias”, afirma.
En la Argentina conviven películas pensadas para el gran público y producciones más pequeñas, hechas “a pulmón”. Gil Navarro valora especialmente estas últimas: “En muchos casos, esa pequeña escala a la hora de contar se vuelve más honesta. Lo popular, en cambio, suele buscar lo que la gente quiere ver, pero eso no lo sabe nadie. Lo pequeño defiende más la visión honesta frente a un tema.”
La discusión sobre lo público y lo privado no es abstracta: se traduce en las condiciones de trabajo de cada rodaje. El actor remarca que no existe cine “totalmente privado” en la Argentina: “Siempre hay una parte donde el INCAA ha dado una mano. Me he sentido muy bien tratado en producciones mínimas donde no había un mango para nada, y muy desatendido en otras donde había plata para tirar manteca al techo. Al final, no tiene que ver con la plata. Se necesita mucho más que plata para contar una buena historia”.
¿Cómo debería configurarse entonces el vínculo entre Estado y sector privado? “Con honestidad y sin odio. Porque esas han sido las cosas que más han dañado a la institución. Es innegable que ha habido gente dentro del INCAA que ha hecho las cosas muy mal. Pero es esencial que funcione bien. Mientras mejor funcione, más se defiende ante los embates de quienes dicen que hay que cerrarlo”.
En tiempos de plataformas que concentran pantallas, audiencias y recursos, Gil Navarro insiste en que el Estado no puede retirarse: “Debe estar presente y ser honesto. No se puede manejar esto con gente que no tenga nada que ver con la actividad”.
El debate sobre el INCAA, más que un conflicto institucional, revela una pregunta más profunda: ¿quiénes contarán las historias argentinas del futuro y con qué herramientas?