Por Zoe Meniconi
Nunca pensé que me iba a sentir tan identificada con el grito de Charly García. Los días pasan lentos como en una película aburrida donde hay demasiado diálogo y poca acción. Me levanto, me lavo la cara con un jabón algo trucho porque en el chino ya no quedaban de los buenos. Ya no queda nada bueno, creo. Después desayuno los restos del pote de queso crema que compré hace dos semanas y que quizás ya esté vencido. Pero me da igual. Después, tengo una clase virtual (¿la modernidad absoluta o es que solo llegó más tarde a Argentina?). En el medio, dormito, sueño un momento que me parece ya haber vivido… Creo que ya viví todos estos días.
Cuando termina la mañana empiezo a trabajar, me vuelvo a conectar pero esta vez a otra computadora. Ah, la ironía de querer desconectarse durante el aislamiento y terminar peor: enchufada a tres máquinas distintas. Entonces también termina eso, porque estos días siento que la vida es un chicle de esos que a veces pisaba en la calle, cuando todavía podía salir, cuando aún era “libre”. Son eternos pero efímeros, cortísimos, a la vez.
Cuando empieza a oscurecer se me vienen todos los fantasmas encima y me pregunto: ¿alguna vez fui libre? Pero, la verdad, ya tampoco tengo ganas de pensar. Tengo un exceso de pensamientos en el bocho y eso ya me tiene harta. Entonces me desenchufo, pero claro, parcialmente: agarro el celular. Veo fotos viejas y fotos nuevas de gente que anda en la misma que yo. Y entonces me levanto del sillón y voy corriendo a la silla de la cocina: mi mamá me llamó a comer. Como, leo algo que seguramente me va a servir para pensar más –una tortura divina–, y decido que es mejor irme a dormir. Y escucho a Charly cantar, y ahí entiendo todo.