Por Agustina Rojas
Lo que antes era un hábito, hoy es algo desconocido, ajeno. Nuestro “Hola, ¿cómo estás?”, acompañado de un beso en el cachete o de un abrazo, pasó a ser un saludo con el puño, barbijo incluido. O incluso aparece la incertidumbre de no saber cómo saludar a la otra persona. Algunos se alegraron de que esto se haya modificado, porque no todos los argentinos son simpáticos. Pero yo lo extraño. Extraño el contacto estrecho con los demás.
Necesito abrazar a mis abuelos sin miedo a contagiarlos. Salir a caminar y respirar. Oler el mítico olor de la Cuidad de Buenos Aires: el aroma de la panadería de la vuelta de casa o el perfume de las flores de Liliana, mi vecina. Juntarme con amigos a tomar un mate, compartir un fernet o una birra. Ir a una fiesta a pasarla bien con gente que no conozco. Hoy todo eso se limita a una videollamada.
Desde que comenzó la vorágine de la pandemia, la vida se volvió monótona. Despertarse, prender la computadora, conectarse a una clase, desayunar, de la cama al living, como la canción de Charly, del living otra vez a la cama, chatear con amigos, comer, mirar una serie, hacer cosas de la facultad y así sucesivamente, hasta el final del día. Como si estuviera viendo una película muda, gris, pero sin Chaplin, porque nos faltan las risas.
Nada es como antes. Y seguramente nada vuelva a ser igual. Yo deseo que volvamos a la normalidad. A esa a la que estábamos acostumbrados. Que nos llenemos de besos y abrazos. A compartir lo que sea, desde una comida hasta un café. Que volvamos a viajar en bondi mientras invento en mi cabeza que estoy en algún videoclip. Supongo que falta un largo tiempo para regresar a eso que alguna vez fuimos. Pero hoy, a más de un año de esta paradoja que se asemeja muchísimo a un capítulo de Black Mirror, ansío con todas mis fuerzas que todo vuelva a ser como antes. Mejor dicho, que volvamos a ser lo que éramos, pero mucho mejor. Como la frase del gran Túpac Katari, un poco reversionada a esta nueva realidad: “Volveremos y seremos mejores”