Por Mauro Grande

En Claromecó la palabra “fase” era casi desconocida. Hace un año y meses que el coronavirus azota al mundo, pero acá, aunque las balas picaron cerca, está la suerte del respeto. Cotidianamente, en ese porteñocentrismo de un ambiente, se ve al interior como la mitología argentina de lo campestre. Cuando se habla de ese estilo de vida, lo primero que se escucha es “ah, pero es como vivir en el campo”. Bueno, ¿saben qué? Los claromequenses están acostumbrados a verse a la cara y sonreír ante cada saludo, porque sigue existiendo el “buen día”, “buenas tardes” y más que nada la palabra casi desaparecida de la Tierra como es el “gracias”.

Era ir al Oasis a comprar y encontrar a alguno de esos personajes cotidianos del pueblo, abrazarte y hablar, y nunca un reproche por esas demoras entre charla y charla en el medio del supermercado. Hoy entrás con tapaboca y te encontrás con el suelo marcado para respetar la distancia de dos metros y con métodos de higiene a la entrada y salida. Ir a comprar a la carnicería o  verdulería es un trámite, pero no de esos trámites de allá, de la Ciudad, sino esos trámites pueblerinos que son minutos. Mercadería, bolsa, a la caja a abonar y a tu casa a guardar.

A las 20, porque hay fase 3, los comercios tienen que cerrar, excepto los deliverys. La circulación está restringida, pero no se siente dado que es un pueblo que sin una cantidad de habitantes numerosa. Acá las cacerolas no salen de un balcón y los gritos no son insultos por medidas: la cacerola que siente es la de una familia cocinando un buen guiso. Porque acá se va el sol y quién recorre la calle es el fresquito. ¿El grito?

Alguno que sale a pasear al perro sin correa y le dice al pichicho que vuelva, pero a las 20 puntual, si uno abre una puerta o una ventana, tiene la placentera sensación de sentir el ruido del mar y los árboles abrazándolo: para la envidia del citadino, las bocinas están restringidas desde que existen. La policía da vueltas y controla, pero no necesita andar cortando las estúpidas clandestinas que tanto caos generan. Allá, en el grito de “nos cierran todo” no hay responsabilidad ni empatía por el otre.

Que cosa, ¿no? Al final el pueblerino, el vaqueano que según el porteñocentrismo tiene una vida aburrida, puede tener libertades: acá donde vayas respetan los cuidados, por donde se camine no hay nadie sin tapabocas. La distancia, que era totalmente desconocida, se respeta.