Por Juan Ybarra @JE_YBARRA
“Estuve en una celda que la llamaban La Leonera, donde me ataban contra la pared y me torturaban mientras el resto de los represores se reía”, comenzó a detallar Mónica Marisa Córdoba, secuestrada el 16 de febrero de 1977, a la madrugada en el barrio de San Telmo.
El relato de la testigo fue escuchado en un contexto de silencio absoluto, como un relato de una historia de terror, los oyentes en la sala no podían creer los niveles de tortura. “Mientras me picaneaban, me preguntaban por direcciones y nombres de compañeros del colegio que yo sólo los conocía de vista, y como no podía responder, la tortura se intensificaba”, continuó Córdoba.
Por último, comentó que, entre las telas de las vendas que tapaban sus ojos, logró divisar a muchas otras personas en su misma situación, todas encerrados en la misma habitación. “Había una chica embarazada de seis meses, a la que nunca más volví a ver”, concluyó Mónica, quien en el momento del secuestro tenía 18 años.
Tras un breve receso, comenzó a declarar el abogado Osvaldo Acosta, quien estuvo cautivo sucesivamente en cuatro centros clandestinos de detención (CCD). “Cuando me secuestraron, entraron a mi casa 20 personas y me raptaron enfrente a mis cinco hijos”, comenzó testificando Acosta.
Osvaldo Acosta declarando ante los jueces, ante la atenta mirada de los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo.
“Me secuestraron para robar todos mis bienes, ya que una semana después, capturaron a mi socio –Héctor Merodio-, y me obligaron a entregar todas las escrituras a su nombre”, afirmó el testigo.
Acosta detalló que estuvo detenido en primer lugar, en El Banco, en el partido de La Matanza. Luego fue trasladado a El Olimpo, próximo al estadio del club Vélez Sársfield, y tras pasar por otro que no logró reconocer, terminó en la ESMA. En todos fue “torturado mediante picanas y golpes”, remarcó Acosta.
Acosta, juez de sus verdugos
El testigo Osvaldo Acosta, llamó la atención de todos cuando contó que, después de un enfrentamiento entre un grupo de montoneros y militares, sus propios secuestradores le pidieron que actuara como “juez de instrucción” de ese hecho.
Uno de los montoneros, agonizando, había confesado que en el lugar del enfrentamiento con los represores había guardados 150 mil dolares. Como los oficiales sólo habían obtenido 20 mil, los secuestradores decidieron esclarecer el hecho. Un prefecto, de apellido Cortés, llamó a Acosta, quien estaba detenido en El Olimpo, para que les ayudara, ya que el Ejército iba a iniciar una auditoría interna. Cortés pidió a Acosta que se convirtiese en “juez de instrucción”. El abogado aceptó. Tomó declaración a las partes, es decir, a grupos distintos de sus secuestradores y llegó a la conclusión de que el montonero secuestrado había mentido. Luego cerró el acta con su firma y número de matrícula profesional de abogado. Según declaró abogado, el perfecto Cortés habría elevado luego el acta a sus superiores.