Por Andrea Michelena
En abril de 1989 la historia dio un giro inesperado cuando Hungría eliminó la frontera eléctrica que la separaba de Austria. Así, facilitaba el éxodo de miles de alemanes hacia Europa occidental. Los que quedaron supieron ver la oportunidad para producir un cambio: empezó con pequeñas reuniones en las parroquias y terminó en manifestaciones que reclamaban reformas en el gobierno, libertades civiles y elecciones democráticas. El 4 de noviembre, más de medio millón de alemanes del Este se manifestaron pacíficamente hasta Alexanderplatz, plaza emblemática del Berlín oriental, bajo la consigna “Wir sind das Volk”: “Nosotros somos el pueblo”.
La noche del 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana (RDA), propuesta como símbolo del éxito del socialismo, había mandado a sus soldados a construir un muro que dividió Berlín en dos. La idea principal era evitar la fuga masiva de ciudadanos hacia la capitalista República Federal Alemana (RFA).
Veintiocho años después, el 9 de noviembre de 1989 a media tarde, el debilitado gobierno de la RDA convocó a una conferencia de prensa en la que Günter Schabowski, miembro del Partido Socialista Unificado de Alemania-Partido del Socialismo Democrático (SED por sus siglas en alemán), anunció que se levantarían todas las restricciones de viaje. Cuando Riccardo Ehrman, periodista italiano, preguntó en qué momento se harían efectivas estas medidas, Schabowski rebuscó nerviosamente entre sus papeles.
“Ab sofort”, respondió. Inmediatamente.
Mario Born lo recuerda muy bien. “Fue un momento muy emocionante”, dice hoy en un bar del barrio de Belgrano. Tiene 57 años y hace cinco que es profesor de alemán en un colegio de Buenos Aires, donde se instaló después de viajar por toda América. Sabe que nada de eso habría sido posible sin los sucesos de esa noche.
En ese entonces, Born trabajaba en un colegio. Mientras él y sus colegas hablaban, los niños jugaban tranquilamente. Pero cuando escucharon las noticias en la televisión, se acercaron rápidamente al grupo de adultos. “Algo está pasando”, dijeron. “Quieren abrir la frontera”. Los adultos no les prestaron mucha atención.
Unos minutos después los niños se volvieron a acercar, algo más eufóricos. “Abrieron el muro”, repitieron. Ante su insistencia, decidieron hacerles caso. Al mirar por las ventanas, lo que vieron los sorprendió. “En la oscuridad, todas las personas salían de sus casas y caminaban en una única dirección. Al punto de control en la calle Bornholmer, que era el que teníamos más cerca”, recuerda Born.
Harold Jäger, teniente coronel de la Stasi, órgano de inteligencia de la RDA, estaba de guardia esa noche. Recuerda que estuvo a punto de atragantarse con su cena al escuchar las palabras de Schabowski por la televisión de su trabajo. Rudi Ziegenhorn, su superior, no le daba ninguna directriz sobre cómo proceder. Años más tarde, en El hombre que abrió el Muro de Berlín, Jäger recordaría cómo las primeras personas en llegar al paso fronterizo mantuvieron una distancia prudencial mientras miraban ansiosos a los oficiales.
Entre las 8 y las 9 de la noche, Bornholmer se había llenado de gente que quería cruzar hacia la otra Berlín. “Sólo quiero ir dos horas y volver. Mañana tengo que trabajar”, se quejaba un hombre a las cámaras que rápidamente se habían trasladado a grabar lo que pasaba. El reclamo era unánime: querían ser libres por unas horas. Jäger recibió la orden de dejar pasar a aquellos que “hicieran mucho ruido”, como lo describió en sus memorias, con la condición de sellar sus pasaportes y no dejarlos reingresar a la RDA. Lejos de amedrentarlos, esto incendió más a los ciudadanos: “¡Abran la puerta! ¡Vamos a volver!”, gritaban.
A las 23.30, la situación era crítica. “Esto es una tontería, tenemos pasaportes. Que nos pongan un sello que nos habilite a volver”, exclamaba otro ciudadano ante las cámaras. Para entonces, todos los checkpoints, puntos de control fuertemente militarizados que conectaban las dos ciudades, estaban colapsados con personas y cientos de Trabant, auto emblema de la Alemania socialista, que tocaban las bocinas y se alineaban esperando la apertura de la barrera.
Los oficiales tenían orden de no abrir fuego bajo ningún concepto. “Con esa cantidad de gente, el pánico hubiera sido mortal”, recordó Jäger años después en una entrevista a Al Jazeera. “Pensé en las consecuencias, y lo que significaría. Y luego hice lo que tenía que hacer”.
Y entonces, levantó la barrera.
“Lo interesante de todo esto es que por debajo del Puente Bösebrücke, en la calle Bornholmer, pasaba un tren que tenía parte del recorrido por el oeste. Tras la construcción del Muro, este territorio era parte de la Franja de la Muerte”, explica Born, refiriéndose al espacio que había entre los dos muros que estaba cargado con explosivos, alambres de púa, patrullas de vigilancia constante e incluso perros para evitar que nadie se escapara. “El tren no podía detenerse, no hacía ni paradas de emergencia. Si hacía una, aparecían soldados por todos lados. Siempre que pasaba por ahí, pensaba cómo sería si fuera libre”.
Tras la apertura de las barreras, se abrieron los caminos y cruzaron los autos. Del otro lado miles de compatriotas esperaban emocionados a los Ossies, como llamaban a los ciudadanos de Alemania del Este. Entre la multitud, algunos encontraban a amigos o familiares. Otros simplemente se abrazaban a extraños. Los bares y restaurantes repartían cerveza gratis. Los otros pasos fronterizos de Berlín, que se habían abierto tras Bornholmer, colapsaban por la multitud. Los más atrevidos y eufóricos escalaban el muro para celebrar: “¡Al fin somos libres!”.
Born decidió vivir la experiencia solo, a pesar de las miles de personas que estaban a su alrededor “Caminé hacia la mitad del Puente Bösebrücke, miré hacia abajo y pensé: esto ya está. Ahora la vida va a ser de otra manera”, recuerda y hace una pausa. “Olía diferente”, reflexiona. “Eso me llamó mucho la atención ni bien crucé. Eran otros autos y usaban otro combustible, el olor no era el mismo… ¡Y la enorme oferta al consumidor! También me impresionó mucho”. Born tenía amigos en Berlín Oeste, pero no sabía dónde. Tampoco hubiera sabido cómo ir. Por lo que, tras dos horas del otro lado del Muro, volvió a la casa donde estaba con sus colegas y se sumó a las celebraciones.
Alemania fue una fiesta. Ese mismo día en Bremen, al norte del país, Angela Bornemann, que entonces tenía 24 años, se había enterado de que su segundo bebé era una nena. “Intenté comunicarle al que era mi marido, pero estaba celebrando. Estaban todos tan borrachos que realmente no pude compartir mi alegría con nadie. Aunque también estaba contenta por lo que acababa de pasar”, cuenta. Hoy, Bornemann vive en Buenos Aires y es colega de Born. Es profesora de Historia, carrera que todavía estaba estudiando en 1989. Recuerda que se juntó con sus amigos y tuvo largas conversaciones en las que todos especulaban sobre el futuro de su país. “El muro pertenecía a mi imagen de Alemania”, dice. “No me podía imaginar cómo iba a ser mi país sin él”.
A los ciudadanos del Este les regalaron 100 marcos alemanes en concepto de Begrüzungsgeld, o dinero de bienvenida. Sólo tenían que pasar por un banco con su documento personal que acreditase su procedencia y les entregaban el billete. Recién ingresados al capitalismo, veían sorprendidos los puestos de ropa, la variada oferta de alimentos y de música. Para Born, este dinero supuso una oportunidad para conseguir información con la que poder terminar su diplomatura. “De golpe tenía la suerte de poder ir a otras bibliotecas. Y encontré material estructural con el que pude continuar mi proyecto de final de carrera. Usé mis 100 marcos para sacar copias a color, del otro lado lo hacíamos pintando a mano, y con lo que me sobró me compré un Döner Kebab”, cuenta. El kebab es una típica comida turca que era prácticamente desconocida antes de la construcción del muro.
En medio de las celebraciones, todos hablaban del porvenir, de Alemania, de Europa. ¿Qué pasaría con los funcionarios que defendían el régimen o los oficiales que habían disparado y matado a personas que habían intentado huir? ¿Y los jubilados? ¿Cómo cobrarían las pensiones? ¿Iban a poder vivir? ¿Y yo? ¿Qué salvo yo de todo esto? ¿Qué me queda a mí partir de ahora?
A pesar de las dudas existenciales que compartía con sus compatriotas, Born no tenía miedo. “Todo lo contrario. Me sentía muy optimista, como nunca antes”, explica. Dedicó su tiempo a terminar su diplomatura y, cuando tuvo que presentar el proyecto final, se encontró con un profesor del antiguo régimen. “Me preguntó sobre qué quería exponer; me di cuenta de que tenía miedo. Porque ahora era yo el ganador. Era él quien debía temer por su futuro”. Cuando Berlín y Alemania fueron reunificados el 3 de octubre de 1990, en la entrega de diplomas se encontró con otro docente. “Se acercó, me pidió disculpas por todo lo que yo había pasado y me deseó lo mejor”.
Born no mantiene, tampoco quiere, contacto con personas afines al régimen comunista. Vive sin rencor sobre el pasado y encontrándose como un ciudadano en ese nuevo mundo. A veces sufre de ostalgie (término alemán que da cuenta de la nostalgia por el Este). Cuando va a Alemania, colabora con una asociación para evitar que la vida durante esos años quede en el olvido. Sobre la noche del 9 de noviembre, rescata dos recuerdos. “Cuando volví a la casa para celebrar, estaban todos contentos. Salvo una persona. Una maestra que lloraba porque se había terminado todo”, cuenta . “El otro es de cuando estaba en el puente: mirar arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha y pensar ‘puedo ir a cualquier lado’”.