Por María Eugenia Malm Green

No entiendo nada. ¿Desde cuándo todo el mundo cocina? ¿Cómo puede ser que una tendencia gastronómica como la masa madre haga moverse del sillón a miles para hacer preparaciones elaboradas o, simplemente, un pan casero con alveolos? Sí, “alveolos”: ahora usan palabras técnicas y se creen a la altura de Francis Mallmann.

¿Acaso estas personas cocinaban este tipo de cosas antes del aislamiento? Lo dudo mucho. La vagancia y la vorágine diaria incitaban a llamar al delivery o tirar unos fideos insulsos a la olla.

Mi hermana estudia Gastronomía y se subió a la ola: todos las tardes hacía su mezcolanza y alimentaba el frasco de masa madre con harina y agua. Por suerte, el recipiente se encontraba en el jardín, porque al abrirlo inundaba la zona con un olor rancio. No encuentro el motivo, pero le entusiasmaba ver la fermentación natural en ese maldito frasco. Debo reconocer que el pan -con el engrudo- salía rico, pero igualmente no hay con qué darle al de la panadería.

Para despejar un poco la cabeza del encierro y mi familia, decidí andar en bicicleta por el barrio. De repente vi en una esquina a 15 personas haciendo fila para comprar pan de masa madre en un negocio careta de Núñez. No lo podía creer: el temible monstruo me estaba persiguiendo. Una bola pegajosa y fermentada de tres metros, con un solo ojo y el ceño fruncido devoraba la Ciudad.

Estaba frente a un boom que se extendió también a internet. La curva de búsquedas sobre la “Masa madre” en Google crecía exponencialmente, los portales de noticias te decían qué era y cómo hacerla, y los que la habían hecho no dudaban un segundo en presumir su pan casero en las historias de Instagram, como si buscaran despertar un interés ajeno.

Si me das a elegir, no dudo en ir al chino a buscar el cuadradito de levadura fresca para hacer el pan o, directamente, a la panadería a comprar un kilo. Nunca tendría la suficiente fuerza de voluntad para alimentar durante una semana a una masa con olor a podrido.

Al pan, pan y al vino, vino.