Por D. Stringa, M. Merlo y M. López
El 12 de julio de 1988, la competencia de natación que se realizaba en el Instituto de la Santa Unión de Caballito llegaba a su fin después de una tarde completa de carreras. Cuando era el momento de irse y el agua se comenzaba a aquietar, Norma Monfardini, la madre de Jimena Hernández, una niña de 11 años que participaba de la jornada deportiva, llegó al instituto para llevarla a casa. Pero ella no estaba, no la encontraban por ningún lado. Entre llamados y desesperación, fue entonces cuando el torneo intercolegial se transformó en la peor de las pesadillas: había un cuerpo en el fondo de la pileta y era el de su hija.
En el lugar había más de cincuenta personas y nadie había visto nada. Las sospechas comenzaron a circular entre la familia de la niña, que tuvo que tomar el rol de fiscal investigador ante la inacción de la justicia, que demoró más de 70 días en analizar la posibilidad de que el hecho no hubiera sido simplemente un trágico accidente.
Justicia ausente
El primer juez que tomó la causa fue Luis Cevasco, actual Fiscal General Adjunto de la Ciudad de Buenos Aires, y determinó, luego de la primera autopsia, que Hernández se había ahogado y se trataba de un accidente: la calificación fue de “Asfixia por sumersión”. Además, desestimó golpes que tenía la niña en el cuerpo y los atribuyó a las tareas de reanimación. Por último, concluyó que la posible violación anal detectada por los médicos forenses era un hecho anterior e independiente de la causa de muerte. Para el juez, no había indicios de violencia física o sexual, ni de homicidio. Su conclusión era que una niña de 11 años que sabía nadar se había ahogado en una pileta donde ninguna de las cincuenta personas presentes habían visto nada.
Luego de 70 días, el juez dio lugar a la policía para que se realizara una investigación, mientras Monfardini comenzó a pedir ayuda en los medios de comunicación y los Tribunales. Paralelamente armaba una estrategia de defensa junto a su abogado, Carlos Wiater. Cinco meses después y sin ninguna pista firme, la causa pasó a manos de la Justicia Correccional y cayó en manos del segundo juez: Omar Facciuto.
Facciuto ordenó una nueva autopsia, ya que no creía del todo en la hipótesis del ahogamiento accidental, por el escaso plancton (microorganismos vivos que se encuentran en el agua) que se había encontrado dentro de los pulmones de Jimena. El nuevo informe indicaba que había sido asfixiada y luego arrojada a la pileta: alguien la había matado y después había lanzado su cuerpo al agua. La fiscalía a cargo del doctor Norberto Quantin determinó que Jimena había estado en el vestuario: se había puesto la malla, la campera y dado el presente.
La causa salió de la Justicia Correccional y recayó en el juez de instrucción Héctor Grieben. En esta etapa de la investigación se produjo un hallazgo vital: se encontraron restos de fosfatasa ácida prostática (una enzima producida por la próstata y presente en el semen) en la malla de Jimena. Pero la prenda había quedado guardada dentro de una bolsa en un cajón de la fiscalía durante más de un año, por lo que cuando quisieron realizar una prueba de ADN en Estados Unidos (ya que la tecnología de ADN aún se encontraba en desarrollo), no pudieron obtener resultados por la falta de preservación.
La única testigo que colaboró con la justicia fue María de los Ángeles Casas, la abuela de una nena que había visto a un hombre cerca de la pileta cuando no quedaba nadie en el natatorio y dio su versión durante la primera etapa de la causa. Casas esperaba que la volvieran a citar para ampliar su declaración en el momento en que la causa tenía diez imputados, hacia 1989. Sin embargo, esto no sucedió y la investigación fue cerrada.
Diez años después, durante la cuarta y última apertura de la causa, finalmente la Justicia quiso escuchar a Casas pero cuando se intentó hacer efectiva la citación, fue imposible ya que la testigo había fallecido unas semanas antes.
En septiembre de 1990, Grieben dictó el sobreseimiento de los diez imputados, entre los que se encontraba el principal sospechoso, señalado por la familia: Oscar Bianchi, uno de los profesores de natación. Ninguno de los imputados fue procesado. Pero la Sala VI de la Cámara del Crimen ordenó reabrir el expediente, que recayó en manos de Mauricio Zamudio, el cuarto juez del caso. Sin mayores avances y habiendo pasado 18 años, la causa prescribió sin acusados ni condenas. El magistrado destacó que en la muerte de Jimena “debió haber existido un obrar doloso de una o más personas”, pero aclaró: “No se ha logrado reconstruir mínimamente la forma en que la víctima llegó al lugar donde fue hallada, y menos aún dónde tuvo lugar el acontecer criminal”.
La familia pidió que el asesinato de Jimena se considerara crimen de lesa humanidad para tener una posibilidad más de que avanzara la investigación, pero la Corte Suprema falló en contra de este pedido en 2007 y sentenció el cierre final de una causa sin justicia.
Los imputados
El principal sospechoso apuntado desde el principio por la familia y luego solamente por la madre fue Oscar Bianchi, un profesor de gimnasia que había estado presente en el natatorio del Santa Unión el día en que Jimena apareció muerta. Bianchi había trabajado en la colonia del club Atlanta el verano anterior al hecho, y Jimena también había asistido allí, por lo que Monfardini sostenía que la conocía.
Además, Bianchi había trabajado en el Polideportivo de Parque Patricios, donde Sandra Carmona, otra nena de 11 años, había muerto en 1987. La sospecha se amplió cuando, en declaraciones a la revista Gente, el acusado sostuvo que no conocía a Jimena: “Siempre es más fácil que un alumno se acuerde de un profesor que el profesor de sus alumnos. Además, en una pileta puedo reconocer a una persona, pero en la calle y vestida, no sé”.
Junto a Biachi hubo cuatro acusados de encubrimiento que también fueron sobreseídos y declarados inocentes por los jueces Greiben y Zamudio: Gerardo Paradela, Mario Álvarez, Miriam Squaglia y Jorge Sobrino, rector del colegio.
La puja política se metió en medio de la causa en 2003, debido a que Pablo López, hijo del ex vocero presidencial de Raúl Alfonsín, José Ignacio López, fue acusado de participar del crimen y citado a declarar. Según el relato de un testigo de identidad reservada, Pablo López era seminarista en el colegio Santa Unión y, al día siguiente de la muerte de Jimena, se había recluido en el Obispado de Añatuya, en Santiago del Estero. Según el testimonio de José López, “la versión surgió en 1988 como parte de una acción psicológica desde los grupos carapintadas que encontraron un campo fértil en la mamá de esta pobre chica”. Pablo López demostró su inocencia y terminó querellando a la mujer que lo señaló, a la que la Justicia consideró no apta para afrontar el juicio.