Por Julián Carlotto

Dejó jirones de su vida para cambiar una realidad que oprimió durante años a los relegados de una nación y fue la voz de un pueblo silenciado por décadas. Sus palabras, la herramienta de cambio y una caricia al alma para los descamisados que la transformaron en la abanderada de los humildes, esa mujer que llegó a la política desde un plano lejano y la modificó para siempre.

Sus discursos se multiplicaron en las gargantas de aquellas personas que se sintieron acogidas por sus palabras, las mujeres del campo, del quebrachal y del ingenio, esas mujeres de su país que trabajaron y lucharon rudamente por su hogar y  a quienes les otorgó –luego de una larga historia de lucha, tropiezos y esperanzas– el derecho a elegir y ser elegidas.

María Eva Duarte nació el 7 de mayo de 1919 en Los Toldos, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, dentro de la “familia ilegítima” de Juan Duarte, un estanciero y político conservador, que murió cuando ella tenía seis años y generó un silencio que puso a un pueblo de espaldas ante una familia en ruinas.

A los 15 años acomodó en palabras sus sueños y emigró a la ciudad de Buenos Aires con la intención de convertirse en actriz. La joven Eva era parte del proceso migratorio interno que transformó a la Argentina durante las décadas de 1930 y 1940 y que tuvo como protagonistas a los “cabecitas negras”, esos inmigrantes que no tenían voz, solamente sus manos y su cuerpo para trabajar.

En su primer papel como actriz se reflejan los valores de una mujer que nunca fue y a los que años después se enfrentaría: una esposa silenciosa, servicial y sumisa ante un marido disgustado por la comida que le sirven en la mesa, quien le recomienda que hable con su madre para aprender sus gustos y poder agasajarlo como corresponde.

El destino y una tragedia, el terremoto que sacudió la provincia de San Juan y que casi destruye completamente la capital, la unieron con quien sería el amor de su vida, Juan Domingo Perón, y la razón de su ingreso a la política. Entrenada por la actuación y la locución radial, su voz fue la más activa en las campañas solidarias.

Nadie más que el pueblo la llamó Evita, su nombre se hizo eco en los barrios, las plazas y las canchas. Ella supo, al asumir su nueva identidad, que eligió el camino de su pueblo, al que amó hasta que su voz quedó sin fuerza y se convirtió en un susurro. En su último discurso, breve ya que no podía sostenerse en pie con facilidad, rasgó su garganta para vociferar: “No hay grandeza de la Patria a base del dolor del pueblo, sino a base de la felicidad del pueblo trabajador”.

Evita murió de cáncer de cuello de útero el 26 de julio de 1952. Setenta y dos horas de paro y treinta días de duelo no ayudaron a sanar a un pueblo enmudecido por el dolor.

Dejó jirones de su vida para cambiar una realidad, en muy poco tiempo hizo efectivo ese cambio y el pueblo, silenciado por décadas, gritará su nombre eternamente. Sus palabras serán recordadas por los humildes y por sus detractores, quienes nunca podrán superar a esa mujer que llegó a la política desde un plano lejano y la modificó para siempre.