Por Tatiana Scorciapino
La música pegadiza y su melodiosa voz hacen de ella mucho más que una cantante de música tropical. Maestra jardinera, creció con todos los condimentos necesarios para convertirse en una relegada madre trabajadora, que espera con la comida caliente a su marido. Sin embargo, siempre existió en ella una rebeldía latente heredada de su banda de cabecera, Sui Generis, las restricciones de la adolescencia en dictadura y el rechazo a la típica escolaridad eclesiástica. Es que Miriam Alejandra Bianchi, Shyl, como le decían en casa, sabía que en algún momento le iba llegar su tiempo de despegar.
Nació el 11 de octubre de 1961 y se crió en el barrio de Villa Devoto. Durante la primaria fue a un colegio de monjas y cursó el secundario en uno parroquial: ‘‘Nos educaban con miedo al pecado. Mientras rezábamos, mirábamos los ángeles pintados en la parroquia y en las manos teníamos una foto del diablo. Nos decían que si nos portábamos bien, nos íbamos para arriba, si no, con él para abajo; yo no quería ir a ningún lado, me quería quedar acá, ahí fue cuando entendí todo y dejé de darles importancia a las instituciones’’ , dijo en una entrevista realizada para su DVD “Gilda, un amor verdadero”.
Entró al mundo de la bailanta casi por casualidad, después de presentarse en un casting de coristas que encontró en un aviso clasificado. En aquellos años menemistas, las únicas referentes musicales del género eran Lía Crucet y Gladys la bomba tucumana, dos mujeres que respondían al deseo masculino de cuerpos extravagantes y largas cabelleras rubias. Gilda, en cambio, era morocha, extremadamente flaca y con un temple angelical que no entonaba en absoluto con el escenario cumbiero. Sin embargo, ella tenía algo que las demás no: componía sus propias canciones y se animaba a gritarle “fuiste” a un novio maltratador en medio de un mar de varones que no concebían el hecho de que una mujer no les pertenecía.
Sus icónicas polleras y botas altas de charol, un movimiento de cadera cuidadosamente sensual y una sonrisa cubierta de rouge rojo eran el atuendo perfecto para una princesa que combinaba su impotente figura en el escenario con una dulce y cariñosa voz. Muy atrás habían quedado sus guardapolvos de algodón y su obediencia. Gilda dejó su estructurada vida de maestra, se separó de su marido y padre de sus hijos y se fue de su casa desafiando los mandatos esperados para una madre de 30 años. Sin saberlo, se convirtió en la esperanza de muchas mujeres que proyectaban en ella su ruta de escape a la anhelada autonomía.
Su repentina y trágica muerte el 7 de septiembre de 1996, como consecuencia del choque entre un camión y el micro que la trasladaba a un show, la convirtió en una santa popular y en un emblema de las nuevas generaciones de mujeres que identifican en ella la avasallante furia feminista que abre pasos y ensanchan corazones que no se arrepienten de este amor.