Por I. Padilla, M. Pacheco y M. Graziano

“Como maestro, Cortázar te tenía pendiente todo el tiempo, por su facilidad y claridad para decir las cosas”, recuerda Adelina Dematti de Alaye, actual Madre de Plaza de Mayo y exalumna de Julio Florencio Cortázar en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. “Cuando tocaba el timbre, nos daba una rabia terrible y no queríamos salir al recreo con tal de tener más minutos de clase con él”, vuelve a deleitarse con la memoria.

No cabe duda de que no se encontrarían hoy muchos alumnos prefieran no tener recreo por el poder de convocatoria de un docente. “Era un placer dando clases, porque decía algo profundo y lo unía con una anécdota graciosa. Tuve profesores de todo tipo en la escuela, algunos te dejaban algo y otros no. La diferencia con él era que, además de comunicar muy bien los contenidos, quería que aprendieras. Te consideraba como sujeto”, explica Dematti de Alaye.

En tercer año del secundario fue alumna de Cortázar en Historia Contemporánea Mundial, pero se quedó con ganas: “Me hubiera gustado haberlo tenido en Historia Argentina, ver cómo la hubiese enfocado”. “Sacarse un 10 en su materia era casi imposible, un 7 era la calificación máxima a la que se podía aspirar”, rememora Dematti, y añade que siempre había que ir a sus clases con la lección del día estudiada. “Una vez fui al cine a ver una película con mi hermana y, detrás de mí, estaba sentado Cortázar. Al día siguiente, tuve clase con él y, no bien llegó, abrió la libreta y me llamó a dar examen. ¡No lo podía creer! ¡Qué sinvergüenza! ¡Lo hizo porque me vio en el cine! Ese día me descorazonó porque para mí era un ídolo, lo más importante que tenía la escuela, y me llamó a dar la lección”.

Adelina hoy, con el álbum de recuerdos fresco en su mente.

Si bien la alumna tiene un buen recuerdo de su maestro, reconoce que la docencia no fue la vocación de Cortázar: “En esa época, uno estudiaba lo que podía. Él quería algo más que ser profesor en una escuela. Ya en esos años empezó a escribir sus primeros libros, firmados con un nombre falso. Él no era universitario, sino que tenía título de Maestro del colegio Mariano Acosta. Tampoco estudió literatura. Pero, siendo el creador que era, no precisaba nada más.

EL REENCUENTRO

Para Adelina Dematti, Cortázar es más que un recuerdo. Un día lo perdió como docente, pero no se resignó a eso. A mediados de 1944, Cortázar dejó Chivilcoy: “Quisimos ir a despedirlo, pero los directivos de la escuela nos lo prohibieron. Lloramos todos como locos porque nos dolió mucho. Ahí te das cuenta de la calidad de persona que era él. Se fue muy enojado con los chivilcoyanos y lo entiendo: él estaba más adelante que el resto de esa sociedad”.

La alumna y su profesor se volvieron a reencontrar décadas más tarde: él ya era un escritor consagrado y vivía en Francia; ella ya era una Madre de Plaza de Mayo“En un viaje que hice a París, en 1979, con motivo de la conmemoración de los desparecidos de nacionalidad francesa, llamé a Cortázar. Me atendió con esa voz inconfundible, esa “g” aspirada que tenía al pronunciar, me presenté como lo que ya era entonces, una Madre de Plaza de Mayo, y le conté cómo me llamaba, que había sido alumna suya. Él me dijo que quería verme”.

Se encontraron y fue como si nada hubiese cambiado: ahí estaba el maestro frente a la alumna y había que estudiar la lección del día. “Él estaba muy comprometido con lo que pasaba en Argentina bajo la dictadura. Me dijo que tenía una gran admiración y respeto por las Madres.”

Pero algo no encajaba en esa imagen del presente, un detalle sí había cambiado, había un gesto totalmente diferente: “Para todos los que lo habíamos conocido de joven, ver a Cortázar con barba era increíble. Cuando lo tuve de maestro, tenía la piel que parecía un bebé. Se decía que era lampiño o que debía tener alguna enfermedad por la que no le crecía el vello. Nunca llegué a preguntarles a las chicas de la pensión donde vivía en Chivilcoy si él se afeitaba. Siempre fue un poco misterioso el profesor”, cierra Adelina Dematti en su álbum de imágenes eterno.