Por S. Kufert, M. Pacheco y S. Bertotti

Los venenos“, publicado en el libro “Final del juego”, 1956.

El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Banfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.

Nunca dejó de ser un niño jugando en las veredas y los parques. El juego está presente en todos sus libros y, a pesar de haber vivido la última mitad de su vida en París, nunca terminó de abandonar Buenos Aires. Julia Saltzmann, editora a cargo de la obra de Julio Cortázar en Alfaguara, remarca la influencia de la infancia como factor decisivo en la narrativa del autor: “Como todo artista o chico sensible, hay una parte más introspectiva, de los juegos en común, que se ve reflejada en los cuentos”.

Saltzmann destaca la importancia que tuvo Banfield en la literatura de Cortázar, especialmente las veredas de ese barrio que aparecen en varios cuentos e incluso en poemas. La editora divide la infancia en dos ámbitos diferenciados: “Por un lado, están las costumbres sociales de las familias que jugaban mucho juntas. Por otro, la introspección, la imaginación, el miedo y la enfermedad, que es algo muy presente en la vida de Cortázar”. Toda esa carga de emociones y pensamientos infantiles aparecerán más tarde en los relatos. “Basta leer ‘La noche boca arriba’”, agrega Saltzmann para dar un ejemplo.

Aun en su adultez y ya instalado en Francia, Cortázar continuó manteniendo económicamente a su madre, que seguía viviendo en Buenos Aires. La visitaba asiduamente. El escritor se preocupó por conservar los símbolos de la niñez, como lo son la madre y el país en el que creció. Saltzmann asegura que “Cortázar tenía un costado muy lúdico, muy juguetón y muy de guardar su propio espacio. Nunca tuvo hijos, su espacio de artista lo defendió a morir”.

A medida que creció, tanto él como su literatura, el juego, las veredas y los parques de Banfield se fueron convirtiendo en “algo muy serio. El juego fue adquiriendo distintas formas a lo largo de su vida, pero sobre todo se transformó en espacio de identidad de las personas. Para Cortázar, fue la clave de su obra”, cierra Saltzmann.