Por S. Gálvez Sánchez y F. Botello

El techo del despacho de Aníbal Ibarra está descascarado. No es alevoso, pero una porción de la bóveda de molduras italianas se ha descortezado por el estrago inclemente de la humedad. Pareciera ocurrir algo similar con el mismo Aníbal. Pero en él, es el fuego. La década que lo distancia del ígneo ritual de Cromañón imprimió un rictus resignado en su rostro, una sensación de que ya no hay más preguntas que responder. Ya nada más arde. Apoya sus codos en las rodillas y mira a los ojos desde el sillón de cuero marrón. “Fue un antes y un después en mi vida: el costo, las muertes de esa terrible tragedia, ocurrieron durante mi gobierno”, afirma serenamente. Quién será hoy Aníbal Ibarra, diez años después de la desventura que lo destituyó como Jefe de Gobierno.

Kilómetros escasos separan el despacho de Ibarra de lo que supo ser Cromañón, en el barrio porteño de Once. El mito que se gestó allí aquel 30 de diciembre de 2004 es tan cercano como funesto. A minutos de comenzado el recital de la banda Callejeros, una bengala disparada por un rostro anónimo del público frenético alcanzó la media sombra que colgaba del techo. El infierno fue voraz: 194 pibes del Mar de Toppers ennegrecidas quedaron apresados para siempre en el vaho tóxico, entre salidas de emergencia atrancadas, esperando ambulancias y bomberos que llegaron demasiado tarde.

“Todas las ficciones de nuestra sociedad, aquellos cuentos que vienen a explicar lo que debiera suceder, funcionan en los libros pero no en la realidad”, cuenta Santiago Morales, sobreviviente y hermano de Sofía, que falleció en Cromañón. Santiago, que tenía 14 años en el 2004, entreteje el relato por enésima vez, como si cada vez encontrara una mejor forma de comprenderlo: “Yo me creí ese cuento y, cuando empezó el incendio, me quedé tranquilo esperando que pase todo”.

“Al principio no había idea de la dimensión de los hechos, pero cuando vimos que era importante, convocamos al Comité de Emergencia y desde ahí se dirigió la post-tragedia”, explica Ibarra en su oficina luminosa, con el balido de un taladro de fondo. “Estuve casi dos días sin dormir; fue lo que se hizo y era lo que correspondía hacer”, determina.

Desde la vereda de enfrente, Morales bombardea un arsenal de conceptos feroces y lúcidos. A él sí lo quema, aún hoy. Asegura que Ibarra “no sólo no condujo y lo poco que hizo, lo hizo mal, sino que a la hora de producido el incendio, estaba averiguando quién era el fiscal de turno al que le iba a caer la causa”. Revuelve su barba con los dedos y asevera: “Ya estaba preocupado en pensar cómo iba a salvar su propio pellejo, no en cómo coordinar para reducir la cantidad de muertes y daños”.

“Fíjate todo lo que confluye en Cromañón: bomberos corruptos, inspectores que no inspeccionaron, gente que va a un lugar cerrado a tirar bengalas, perejiles, la sociedad entera”, dice, con camisa dulcemente rosa, “Jacinto” mientras bebe café con leche en una plaza radiante. Él fue uno de los abogados defensores durante el juicio, y declinó a dar su nombre real para esta nota. “La envergadura del hecho hizo que se buscaran culpables penales por todos lados; todo el que pasó cerca quedó condenado”, sostiene con ojos mansos ante los sobrecitos de sacarina pulcramente doblados que deja en la mesa.

El 14 de noviembre de 2005, la Sala Acusadora de la Legislatura resolvió someter a Ibarra a juicio político. El 17 de marzo de 2006, la Sala Juzgadora zanjó, por 10 votos a favor, 4 en contra y 1 abstención, la destitución de Ibarra como Jefe de Gobierno, sin inhabilitarlo para ejercer cargos públicos. En su lugar, ascendió Jorge Telerman. “El problema fue que no se llevó la decisión de un grupo de legisladores a la opinión social, me parece que uno debería entrar y salir con votos, que no es tan fácil como juntar voluntades legislativas”, reflexiona Ibarra a casi una década del proceso. “El macrismo, junto con sus aliados y socios, utilizó la tragedia para quedarse con un gobierno y arregló con Telerman para que diera algunos cargos después; cuando esas cosas se deciden legislativamente, hay una vulnerabilidad institucional muy grande”, alega.

Adriana Lenardón habla despacio porque la esclerosis múltiple la tiene cansada sobre una silla de ruedas hace varios años. Para ella, docente y miembro del movimiento de familiares y sobrevivientes “Que no se repita”, Cromañón significó la pérdida de Érica Broggi, una chica del barrio a quien había criado como a su propia hija, y la de su alumna María Alejandra Trujillo. “Ibarra tiene todas las características de un psicópata: pone cara de pobrecito y dice que es una víctima política de Cromañón pero, ¿acaso todos los muertos no fueron suficientes?”, cuestiona Lenardón, con la mirada clara y acuosa.

A su vez, Morales asegura que hubo una estrategia por parte de Ibarra para “ponerse en el lugar de víctima y plantear que el juicio político era la utilización de la derecha para llevar adelante un golpe institucional”. “Claro que se aprovecharon, pero la destitución se logró por la movilización y la lucha de los familiares, no por que hayan hecho lobby los partidos políticos”, cuenta.

Las secuelas del hecho fueron profundas, pero las responsabilidades penales parecían -y continúan- difusas. Después de veinte meses de investigación, en marzo de 2006, la jueza María Angélica Crotto dividió la causa penal en dos ramas principales: una, relacionada con el certificado de habilitación del local, involucró a los empresarios que lo manejaban, Omar Chabán y su socio Rafael Villareal y, también, a los músicos de Callejeros, su mánager, y tres bomberos. La otra causa se inició por el supuesto mal desempeño en las tareas de auxilio. Fueron investigados Ibarra, su vicejefe, el ministro de Seguridad Juan Carlos López y otros funcionarios de tercera línea, acusados de homicidio culposo e incumplimiento de tarea pública.

Sin tener pruebas suficientes, la Justicia sobreseyó a Ibarra el 7 de agosto de 2006. “Fue una decisión penalmente lógica, pues la tragedia dependió más de sus subordinados que de Ibarra: él estaba para otra cosa, no para inspeccionar”, dice “Jacinto”. Morales arruga la frente y contraataca: “Fue absolutamente impune, porque la jueza Crotto pidió una licencia y, en el marco del proceso de llamar a indagatoria a los diferentes responsables, ella volvió, sobreseyó ridículamente a Ibarra sin citarlo a declarar y pidió nuevamente la licencia. A cualquier persona le resulta, por lo menos, sospechoso”.

A pesar de los pronósticos reservados acerca de su carrera política post-Cromañón, Ibarra continuó desempeñándose como Legislador por la Ciudad de Buenos Aires, cargo que obtuvo en las elecciones de 2007 y de 2011 para el bloque Diálogo por Buenos Aires. En 2015, proyecta volver a postularse como Jefe de Gobierno porteño. En marco de su elección, Ibarra comenta: “Creo que nos debemos una reflexión a tantos años, sin tanta disputa política de por medio. Pero no hay cierre de Cromañón, está presente no sólo por la magnitud, sino porque creo que corresponde que así sea”.

Como en el techo húmedo, las grietas no se cierran. Cromañón es una herida obstinada y absurda que nos hicimos nosotros mismos, con los ojos cerrados. Usar la costumbre dicotómica de estar de un lado o del otro no apaga el fuego. Que no se repita Cromañón es que no se renueve su lógica siniestra; aquella perpetrada por los funcionarios, la policía, los bomberos, los músicos, el público, los medios. Es entender que apretar un gatillo no es la única forma de matar. Pero tampoco de morir.

UN PERFECTO EXTRAÑO

-¿Quién?

-Rafael Levy, ¿no ubicás?

-La verdad que no. Ah, ¿no era el mánager?

El diálogo puede repetirse hasta el hartazgo. Es notorio el anonimato en el que permanece Rafael Levy, dueño del predio donde funcionaba Cromañón y el Hotel Central Park. Santiago Morales sostiene que él es el “responsable económico” de la tragedia, porque “él mandó a hacer la puerta con candado, a tapar los extractores y las ventanas e insonorizar el espacio para no molestar a los huéspedes del hotel que tiene al lado: Levy es el cómplice absolutamente necesario, el que más se beneficiaba y maximizaba sus ganancias con la existencia de Cromañón”, mastica con furia.

“Casi nadie conoce a Rafael Levy, y eso no es casualidad”, afirma Morales. La Organización No Gubernamental “La Alameda” denunció que Levy mantuvo un taller clandestino en el subsuelo de Cromañón hasta cinco meses después del incendio y un prostíbulo con mujeres inmigrantes explotadas sexualmente, también en el barrio de Once. También sostienen que lava dinero con empresas ficticias y offshore.

Es indudable que parte del pandemonio mediático que se generó tras Cromañón pareció reducirse a la inocencia o culpabilidad de Callejeros, a la reproducción del mito de la guardería en el primer piso, e incontables etcéteras. De Rafael Levy, nada. ¿Quién es? “Es un personaje siniestro, una persona que tiene mucho poder económico y mucha llegada a quienes pueden protegerlo”, responde Morales.

El 19 de septiembre pasado apareció una columna ínfima en una página ignota del diario La Nación. “Cromañón: confirmaron la sentencia de un acusado”, dice el título. Rafael Levy fue sentenciado a cuatro años y medio. ¿Por qué? No dice. ¿Quién? Otro perfecto extraño, ungido en el impune anonimato.