Por Paula González

Después de una semana interminable en la ciudad de la furia, llegó la hora de volver a San Pedro, al lugar donde crecí, a casa. Preparé la valija, agarré una botella de agua para el viaje y salí. Me senté en un banco de la plaza de Avenida Libertador y Olleros a esperar la combi mientras pensaba: ¡Que sacrificios hacen los padres para mantenernos, pagarnos nuestros estudios, los viajes de ida, de vuelta…! Mi papá siempre me decía: “¿Todos los fines de semana pensás volver?” Y sí, no solía quedarme en Buenos Aires. Mis amigas me lo pedían, pero no podía. La inestabilidad me persigue. No puedo. Se me hace difícil estar lejos de mi familia. Soy una persona que extraña y mucho. Además, ¿quién podría perderse los domingos de asado de papá, las preguntas alocadas de mi hermano, la compañía de mi novio y las charlas con mamá? Esas pequeñas cosas que se disfrutan como si fuera la última vez. 

¿Quién iba a decir que el destino jugaría a mi favor y que esa sería la última vez en el año que tomaba una combi para volver a casa? ¿Que el domingo no iba a emprender el viaje de vuelta porque, ese mismísimo día, decretarían la cuarentena obligatoria? Ya se hablaba de un posible encierro, pero no lo vi venir. Nadie vio venir este momento. Los deseos de año nuevo, las metas a cumplir se esfumaron como por arte de magia. Que de repente se cierre todo, que solamente puedan circular los trabajadores esenciales, que tengas que usar un tapaboca y mantenerte con cierta distancia entre la gente… Me sentía rara. Feliz por estar en casa, pero asustada por esta nueva normalidad. Y así se volvió una costumbre. Una nueva rutina golpeó nuestras puertas y se instaló.

Despertaba, bajaba las escaleras, conectaba la compu mientras esperaba que se calentara el agua para preparme un café. Aprender a través de una pantalla. Mentiría si dijera que fue algo fácil. Las ganas de volver a mi departamento aparecían como antojos. Sí, tenía ganas de volver a Buenos Aires. “Sos como la gata flora”, diría mi madre. Pero extrañaba mi casa, estar sola y en silencio entre cuatro paredes, ir a buscar un libro de la colección apilada en la estantería para leerlo sentada en el sillón con mi manta rosa, el olor a palo santo, caminar por el barrio, llegar tarde a la estación de tren como de costumbre… Una vez busqué en Google (ustedes me dirán que estas cosas se charlan con un psicólogo, pero es que me escapo de ellos como suelo escapar de la realidad) “¿Qué significa ser una persona inestable?”. La definición decía: “Una persona inestable vive permanentemente en una montaña rusa de emociones, no logra un estilo de vida equilibrado y es incapaz de conservar los afectos durante cierto tiempo”. La cura para esos momentos de inestabilidad eran la preparación de un budín, un nuevo tik tok por aprender, una rutina de gimnasia con un palo de escoba y dos botellas de agua. Todo se volvió llevadero hasta que la situación fue mejorando, como si nada hubiese ocurrido.

Y como un déja vu, la historia vuelve a repetirse. La estabilidad sigue sin aparecer, pero esta vez, estoy más preparada que nunca.