Por Ilaria Landini

¿Te molesta el pucho?“, pregunta antes de prender el taxímetro. No espera una respuesta, se ve que en el fondo no le interesaba tanto. Va con la ventana baja a media altura y el volumen de la radio a 25. El auto huele a viejo y húmedo. Lleva puestos unos anteojos rectangulares y chatos color negro, como los que se usaban en los noventa.

Carlos Wilson Rae. Su nombre lo sé luego de ojear el cartelito de cartón que cuelga del asiento del acompañante. Ese que uno se pone a observar cuando está aburrido. Soltero. Taxista desde 2015. Edad: veintisiete. Me detengo. Lo observo por el retrovisor. No parece tener veintisiete. Más bien parece rondar los cuarenta.

Prendo mi grabador porque siento que se trata de una conversación que uno tiene que volver a escuchar de vez en cuando. Me dice que nació acá (nunca supe exactamente dónde). Que a sus doce años su familia se quedó sin nada, que salió a la calle solo y no volvió. En principio vivió mucho tiempo en la Plaza Italia. Tenía un sector cerca de la bajada del subte donde se acomodaba y dormía sobre los bancos. De día se subía a un colectivo y deambulaba por toda la ciudad. Por toda. A veces hasta transgredía la fina línea que separa la Capital de la provincia. Dice que empezaba en Plaza Italia y terminaba en Temaikén. Que ése era su programa preferido.

Carlos W. R. (así le gusta que lo llamen, seguramente para recobrar algo de su dignidad) empezó a fumar a los doce. Al cigarrillo lo descubrió cuando encontró un Phillip Morris tirado en el piso de la plaza, exactamente debajo del banco donde dormía, pidió un encendedor a un florista de por ahí y lo prendió. Primero al revés. A veces pasa. Pero después bien. A partir de esa noche dice que trabajó únicamente para poder comprarse un paquete de cigarrillos.

Así fue. En 2007 consiguió un trabajo en Temaikén. Durante ocho años laburó limpiando espacios verdes y dándole de comer a los roedores (también hacía la higiene, pero creo que eso no lo dijo en voz alta porque lo humillaba). Le pagaban bien, pero lo que más disfrutó de esta etapa fue el hallazgo. Tenía un amigo que le enseñó a leer y a escribir utilizando Los cuentos de la selva de Horacio Quiroga. Todavía lo lleva en la guantera. Ese libro es una especie de amuleto; no sale de su casa sin Quiroga ni sus cigarrillos. A veces frena el taxi para almorzar y se tira a hojearlo un rato.

El oficio de taxista le vino a sus veintitrés. Por su manera de decirlo recuerdo una prosa de Cesare Pavese llamada El oficio del poeta, que me hace notar que hay poesía en todos lados. Se aburrió de Temaikén y se subió a un taxi. Allí tuvo una conversación con un colega casi tan interesante como la nuestra, que luego transcribió en su primer y único cuento, Los escombros de la campera. Fue un viaje corto pero suficiente para decidir que quería ser taxista. Quería que alguien escribiera sobre él. Que eso era el oficio del taxista: causar una especie de vigor en el pasajero a tal punto que lo reivindique en un texto.

Ahora paseo por la esquina de Callao y Juncal, quizás esperando ver a Carlos W.R en su taxi fumando, con la ventana a medias, el volumen a 25 y el olor a viejo húmedo. Me pregunto si habrá escrito algún libro. Mientras tanto lo reivindico en esta nota.