Por Sebastián Enricci
“La escuela de noche”, publicado en el libro Deshoras, 1982
De Nito ya no sé nada ni quiero saber. Han pasado tantos años y cosas, a lo mejor todavía está allá o se murió o anda afuera. Más vale no pensar en él, solamente que a veces sueño con los años treinta en Buenos Aires, los tiempos de la escuela normal y claro, de golpe Nito y yo la noche en que nos metimos en la escuela…
La idea de meterse de noche en la escuela normal (lo decíamos por jorobar y por otras razones más sólidas) la tuvo Nito, y me acuerdo muy bien que fue en La Perla del Once y tomándonos un Cinzano con Bitter. Mi primer comentario consistió en decirle que estaba más loco que una gallina, pesealokual -así escribíamos entonces, desortografiando el idioma por algún deseo de venganza que también tendría que ver con la escuela…
Estudiar magisterio, ejercer como docente después, parece haber sido para Julio Cortázar la plataforma de lanzamiento de su vida, su militancia y su vocación por la literatura. “Es mejor escribir una novela que ser docente”, dice sin dudar Horacio González, sociólogo, docente, ensayista y director de la Biblioteca Nacional desde 2005.
Al releer “La escuela de noche” (Deshoras, 1982), González reflexiona que “volver a la escuela de noche y verse envuelto en una suerte de aventura contra la herejía, en un intento desesperado por recuperar un pensamiento del pasado, es, en definitiva, una manera de liberarse de un recuerdo penoso y congelado en el tiempo”.
Según el sociólogo, juzgar este cuento como una crítica al sistema educativo de los años ‘30 no es el mejor camino para comprenderlo. Cortázar fue un metafísico que usó instrumentos de la comicidad y de la alegoría para explicar un mundo desgraciado mediante el absurdo. El texto describe situaciones fantásticas entre alumnos, preceptores y el rector, a los que presenta como travestidos y amanerados y hasta se permite transformar la institución en una especie de prostíbulo. Dice González que la sexualidad está a flor de piel en los escritos de Cortázar y es siempre dolorosa, lo que revela su búsqueda por “ver el otro lado de las cosas”.
Mostrar su escuela en su literatura fue exhibir a un rector misógino y agresivo y, al mismo tiempo, su vida cotidiana “de mierda”. Acá nació, tal vez, la genialidad de Cortázar, “fue un mago de lo lúdico, una persona muy angustiada que hizo de ese sentir algo humorístico, simbolizando el desacierto de una época”, sostiene González.
Nunca se sabrá si Cortázar sufrió o disfrutó su época docente, aunque le haya permitido mantener a su familia, comprar libros y ahorrar para su pasaje a Francia. Pero aún así, también dejó un legado: “Cortázar nos enseña que el disparate es la forma más elevada de la conciencia, que la mejor manera de educar es hacerle creer al lector que está leyendo un cuento, cuando en realidad se lo está cultivando, es el método más exquisito de ser profesor y él lo ejerció siendo escritor”, remata González.